Marco pensaba en lo que haría durante sus vacaciones.
Mientras manejaba al anochecer por la autopista de siempre, las luces en contra
le despertaban sus pensamientos de inconformidad. Los tragos con los amigos en
conversaciones más o menos triviales, sin mucho qué pensar, discutir,
emocionarse, y aún así lo suficientemente entretenidas como para decir que fue
bueno estar ahí. Se puede decir que se drenaron la carga de la semana de
trabajo, las colas, las noticias.
La inhibición de los tragos de cada fin de semana le destapaba el lamento de no tener una vida de sueños, de objetivos, de logros. Vivía sumergido en distracciones, de rellenos brillantes, de un aparente y reconocido bienestar convertido hoy en parálisis. Esa fue su reflexión de regreso. Ese era el amargo alimento en el menú de los viernes a esa hora.
Iba con la mirada perdida en el rayado de la
autopista cuando de pronto sintió que había tropezado con algo en el camino.
“Lo que faltaba”, murmuró con enojo, cuando frenaba y se estacionaba a un lado.
Luego de tratar de escuchar algún sonido raro en el motor, revisar los cauchos
y los costados de la latonería, se agachó para ver qué objeto pudo haber
pisado. No encontró nada.
Casi a punto de devolverse y dejarlo así, se fijó en
un objeto llamativo al pié de uno de los árboles de detrás de la cuneta. Se
acercó y lo levantó. Observó que era una especie de estatuilla de barro de
corte aborigen, bastante maltratada, de las que salen en los catálogos de
objetos antiguos, en los libros de historia precolombina o de arqueología. Era
más bien una forma humana chata, con la cabeza ovalada, de ojos saltones y una
boca proporcionalmente grande. Una vez convencido de que no había causado daño
alguno al carro, y a punto de lanzar el objeto, algo en éste lo hizo llevárselo
mientras lo miraba con cierta extrañeza. Lo lanzó en el asiento del acompañante
y arrancó de nuevo.
De nuevo en camino, Marco retomó sus pensamientos quejumbrosos.
Todo parecía tan monótono, tan falto de sorpresas, de sobresaltos, aunque fuese
para mal. Sentía que en los últimos meses hasta lo imprevisto estaba totalmente
contemplado, que en su casa existía una variación extraña de paralización. Pero
la necesidad de cambiar radicalmente su vida sólo se comparaba con el temor de
echar por la borda todo aquello por lo que había luchado y obtenido hasta ahora
usando la receta clásica.
Una vez abierto el portón eléctrico, Marco estacionó
el carro a la derecha del de su esposa, como era usual. Mientras caminaba por
el jardín, sentía que esa casa, que había costado Dios y su ayuda para
conseguirla para formar el hogar que siempre soñó, ahora no causaba el
agradable entusiasmo al llegar a ella cada día, cada noche.
Un beso sintético de saludo de Elizabeth le recibía
cada día, ya sin la picardía de los años pasados, ya sin esa emoción de
mostrarle el logro del día; ya sin esa mirada de búsqueda traviesa a ver qué se
les ocurriría hoy, aunque fuese confinados en su castillo. De pronto aparece
una hembrita de seis años, Sarita, que lo recibía como si fuese su pequeña
novia, con una carrera por la sala, una exclamación y un abrazo. Marco la
cargaba un rato en su regazo. Le hacía guiños durante unos minutos para
bromearle y cumplir con el tierno requisito de cada día. Sin embargo, estaba
extenuado y algo mareado, como todos los viernes, por lo que no estaba muy dispuesto
a compartir con sus compañeras… como todos los viernes.
Aún después de esta escena balanceada, no quedaba mucho sino internarse en su cuarto, despojarse
de la corbata, y el resto del disfraz de elegancia y circunspección; salir de
la habitación algo encorvado, echarse en el sofá del estudio y saltar entre las
decenas de canales de TV a disposición, para escapar de la jornada laboral que recién acababa… que lo acababa.
Uno que otro comentario sin quitar la vista de la
pantalla a Elizabeth, quien preparaba la cena y hacía comentarios apenas respondidos.
Los monosílabos se habían apoderado de sus conversaciones hacía tiempo, dejando
a un lado las expresiones de afecto, esos detalles que dejaban el buen sabor
antes del sueño diario, de esos pequeños gestos que después de algún tiempo dejaban
la impresión de estar ganándole la contienda a sus días.
Todo se había convertido en inercia agotadora las
veinticuatro horas, de siete días, de doce meses. Pero no parecía haber salida
a la mano. Cada cosa que soñó se hizo realidad y ahora había que enfrentar el
almacén de logros ya empolvados, casi inútiles, dejando este desgano.
Después de un par de bostezos, Marco decidió irse a
la cama, no sin antes pasarle la mano por la cabellera a su bebé y lanzar una
mirada somnolienta y sin novedad a su esposa.
En medio de sueños extraños, Marco daba vueltas en
la cama. Se soñaba en una mezcla de risas y llantos que no podía controlar, en
la que no podía llegar a un destino. Después de pocas horas de sueño, aún en la
oscuridad y entre sobresaltos, Marco se levantó para ir al baño. Se lavó la
cara, y luego de secarse quedó mirándose en el espejo. Algunas canas, las
ojeras algo acentuadas, las nuevas arrugas que le formulaban nuevas preguntas acumuladas
y que últimamente atentaban contra un descanso pacífico.
Con menos sueño se dirigió de nuevo a su cama, y
entre las sombras y las luces de la calle, vio en su cama la figura de Elizabeth
dormida, sin dejar de preguntarse con nostalgia qué había pasado, por qué ahora
todo era distinto.
Al amanecer de ese fin de semana el reflejo de la
luz lo despertó, como cada día libre, ya sin compañía en la cama. Sentía que no
había dormido lo necesario, pero no quería quedarse en la alcoba. Se levantó
con algo de dificultad, con una sensación muy extraña en las manos y en los
pies. Sentía que los tenía adormecidos, como si hubiese dormido en mala
posición.
Después de asearse y sentir el agua exageradamente
fría, Marco salió de la habitación y bajando las escaleras, sintió una voz
masculina que conversaba con su mujer y su niña en el comedor. Extrañado, se
asomó con curiosidad para saber quién estaba allí tan temprano: Asombrosamente,
le pareció su misma imagen, con la bata de baño, sentado en su puesto de la
mesa, con su mujer a la derecha y su niña a la izquierda, como solían desayunar
cada fin de semana.
No puede ser…
Marco, no dando crédito a lo que veía, sospechó
inmediatamente que todo aquello seguía siendo un sueño. No había posibilidad en
ese momento de despertar de aquel sueño,
por lo que en una travesura se acercó a la mesa y se sentó en la silla que
quedaba vacía.
La imagen del otro
Marco al extremo de la mesa tomaba una taza de café mientras acariciaba la mano
de su mujer. Según podía escuchar, y entre besos cortos, ambos susurraban al
oído lo bien que les había ido anoche en la habitación. La niña, distraída,
tratando de manipular su arepita, comía tranquilamente sin prestar atención.
Todo aquello parecía extremadamente real, con la
diferencia de que había dos Marcos, y por supuesto, que el estado emocional de
la pareja lucía excepcionalmente agradable.
Por un momento vio la escena con algo de melancolía,
dejándose llevar por su sueño y disfrutando
por unos segundos de los días del comienzo, cuando ese mismo cuadro se
observaba cada día, cuando la pasión por estar con esa mujer encantadora lo
distraía aún estando lejos. De aquellos días, cuando sólo pensaba en lo
maravilloso de compartir con ella todos los logros del momento, de decírselos
con apuro, de dedicárselos.
Pero el sueño no terminaba y Marco ya se sentía algo
incómodo, por no poder gobernar este aparente truco de su imaginación.
Unos minutos más tarde, cuando su niña hubo
terminado de comer, se levantaron de la mesa ante los ojos del fastidiado
testigo. Él, el del sueño, recogía los platos de la mesa, mientras ella
limpiaba las manos y la boca de su niña, quien ya se distraía con sus juguetes.
El otro Marco se lavó las manos, y luego de secárselas, se acercó al
lavaplatos, donde ya estaba esa bella figura femenina ocupada; la tomó por la
cintura, y dándole dos besos en el cuello, le susurró al oído. Ella se viró y
lo abrazó, propinándole un beso entre suspiros, entre nuevos deseos. Se tomaron
de las manos y subieron silenciosamente por las escaleras hacia la habitación.
Marco se quedó en la mesa del comedor, en una especie
de trance, en estado interrogativo, tratando de explicarse lo que acababa de
presenciar. Esto no terminaba de terminar. Esta ridícula escena con él, pero a
la vez ajena a él no llegaba a su fin. “¡Coño, y no amanece de una vez!”,
pensaba entre ruegos y sensaciones todavía extrañas en sus extremidades.
El silencio llegó de nuevo al entorno y Marco
decidió subir a terminar el inquietante sueño, durmiendo con su mujer, en su
cama, en su habitación.
Ya sin sueño, pero con la intención de dormir, abrió
la puerta de su habitación y se vio estremecido esta vez por una explosión de
pasión desnuda, por una sucesión infinita de suspiros y gemidos, por dos
vientres en perfecta cadencia, al apreciar a su mujer entregada a su propia
imagen desde un nuevo punto de vista: como espectador.
A pesar de ser él
quien estaba con su mujer, quien la hacía feliz entre besos, caricias, piel, la
sensación de estar totalmente ajeno a ello le comenzó a causar desesperación. Resistiéndose
a mirar, se acercó para interrumpir, para hacerse presente él mismo y terminar
con todo aquello que ya se había convertido en pesadilla.
“¡Ya pues! ¡Se terminó!”, grito ante la pareja, pero
no le escuchaban. Muy cerca de ambos, entre el calor y el sudor quiso apartar a
su mujer de su amante, pero no pudo. Sus manos no llegaban a tocarla; ni
siquiera podía sentir su calor.
Marco no pudo evitar el llanto de desesperación y salió de aquel cuarto, en el que aquella pesadilla se perpetraba como una
conspiración urdida en su contra.
En ese momento de confusión y desconcierto, Marco se
sintió de nuevo extenuado. El hormigueo en sus extremidades lo hizo recostar en
el primer escalón de bajar y se dejó caer. Se había desmayado.
-0-
Era casi mediodía. No supo cuántas horas estuvo
allí. Por la intensidad de la luz que lo despertó, agotado entre sollozos, supo
que habían pasado más que unas horas en aquel sitio. Las ganas inexistentes de
moverse eran evidencia del miedo que Marco sentía de comprobar de nuevo que
aquello ya no era un sueño. Pero era absurdo quedarse ahí, sin saber qué había
ocurrido realmente, sin saber qué clase de problema tenía en su cabeza.
Con la pereza que da el temor, Marco se incorporó, se
acercó a la puerta de la habitación, y sin querer asomarse, trató de escuchar
cualquier cosa que ocurriese dentro. Después de unos minutos de titubeo y sin
escuchar nada, asomó la cabeza por la puerta entreabierta y no vio a nadie. La
cama estaba tendida; todo estaba en orden.
Secándose los restos de lágrimas dejadas por su
pesadilla, bajó por las escaleras y recorrió toda la casa sin encontrar a sus
dos mujeres. Miró el jardín por las ventanas, pero tampoco las consiguió allí. En el garaje sólo estaba el carro de Elizabeth.
Pasaron las horas del día y Marco continuaba solo.
Recostado de la escalera, entre somnolencia e interrogaciones. A pesar de las
horas transcurridas, no hubo hambre ni sed; ni siquiera ganas de ir al baño.
De nuevo se quedó dormido…
-0-
Llegó la noche de ese sábado en medio de la soledad,
ya anestesiado de tanto pensar. Las horas siguieron su desfile y en silencio
llegó el amanecer del domingo. Y llegó el sol, llegó el calor del día; llegó
también el ruido de las familias vecinas armando paseos. Llegó la tarde con su
silencio y sus pesadeces, y llegando la oscuridad, se escuchó el zumbido
característico de su carro.
Corrió hacia la ventana y se asomó sin poder
distinguir a sus mujeres. Se acercó a la ventana más cercana al garaje, y por
entre la cortina se transparentaban tres figuras que se acercaban a la puerta.
Se apartó de la ventana, y detrás de la columna, con la mirada perdida y mucho
pestañar, esperó a que se abriera la puerta.
Pronto se despejaría aquella incógnita: eran su
mujer, su niña y el espectro de sí mismo. Cuando entraban y colocaban los paquetes
a un lado, entre guiños y sonrisas, Marco, aún con los ojos incrédulos, dando
pasos de sonámbulo, se les acercaba como quien busca guiarse en la oscuridad.
“Mi amor, deja a la niña y ven a ayudarme a acomodar
esto en los gabinetes”, escuchó decir a su mujer, mientras ella se dirigía a la
cocina. Virando la mirada aletargadamente entre un lado y otro del diálogo de
la pareja, Marco sintió que se desvanecía entre preguntas; sintió que no
aguantaba la nueva escena de su familia sin él, perdiendo de nuevo el sentido.
Después de pocos días de vivir una y otra vez
aquella visión terrible, la pesadilla se convirtió en cotidianidad dolorosa de
un momento tras otro para Marco. La falta de hambre, sed; la falta de
sensaciones físicas que se adueñaran de sí, poco a poco lo llevaron a una
conclusión radical: “No soy yo aunque sí lo sea. Él es otro y se apoderó de mi
familia a medida que yo no estuve: Él es el simpático impostor y yo no puedo
hacer nada”.
Desde la escalera, su sitio inamovible de
observación, veía la rutina diaria de su familia y su nuevo protagonista. A
pesar de lo insólito de la nueva situación, no dejaba de ver el cambio del
ambiente en la casa. La sonrisa de su mujer y lo apegada que estaba ella al coño de madre ese, poco a poco le
dejaba ver que el nuevo Marco se parecía más a lo que él era hacía años, cuando
todo era nuevo, cuando los esfuerzos para construir una familia no eran tales,
cuando sólo habían placeres automáticos y sonrisas durante el sueño y el
amanecer.
Con su niña, ni decir. El dolor de ver a la chica
besar y abrazar a otro papá no cesaba y más bien prefería no verlo. De hecho,
prefería no ver la mayoría de las cosas que ocurrían en esa casa.
Pasaban los días insoportables, pero paradójicamente
inexorables y morbosamente vividos por Marco en su nuevo estado. En
oportunidades se sentaba a observar a la pareja en el comedor, mientras se
desarrollaban conversaciones entre ellos, en las que, principalmente, ella
hacía reconocimientos al cambio de su esposo, a lo atento y comprensivo que
desde hacía pocas semanas se mostraba; ella no paraba de alabar el nuevo ritmo
que él había imprimido a la familia.
Por su parte, el espectro le contestaba con la mayor
de las humildades, sin mucho aspaviento, con expresiones de dulzura, lo que
complementaba en ella la pasión de algo con ese hombre nuevo, quien estuvo
desprendido de su familia por mucho tiempo; como en estado hipnótico, buscando un
quién sabe qué distinto de compartir
el tiempo con ellas tal como lo hacía ahora.
Su niña, por otro lado, estaba disfrutando un patrón
distinto de conducta en su padre: más amoroso, más orientador, más responsable.
Seguramente la niña agradecía mucho más estos afectos que las migajas intermitentes
del pasado.
La mañana un sábado, su mujer se disponía a lavar la
ropa de la familia. Reunió los dos recipientes repletos en el lavadero, y metiendo
la mano en el bolsillo de un pesado pantalón, sacó la estatuilla que Marco
había recogido aquella noche a un lado del camino.
Inmediatamente gritó a su esposo, el espectro, “Mi
vida, ¿qué es esto que tenías en el pantalón de pinzas?”. El otro Marco,
dejando el periódico, se acercó a mirar. Marco, como siempre desde hacía
semanas, en su nube de invisibilidad y aburrimiento, dejó la escalera y también
se acercó.
“Ah, eso”, confirmó el espectro. “Lo tropecé con el
carro hace dos semanas y me lo traje”, dijo sin mucho interés, y después de un silencioso
beso en el cachete, dio la espalda mientras decía a Elizabeth: “Ya me había
olvidado de eso. Si quieres lo botas”.
Marco se volvía a su escalera de vigía, y al
sentarse de nuevo con el pensamiento revuelto por cuadrar fechas, de hacer
coincidir momentos, susurró: “¡La estatuilla…!”, y se quedó dormido de nuevo.
No supo Marco cuánto tiempo había pasado desde que
estuvo inconsciente, pero sólo pensó en una cosa: la estatuilla. La presencia
de ese pequeño objeto coincide con la aparición del espectro en la casa; fue
justamente la noche anterior al comienzo del episodio de el otro en su vida, en
la vida de su familia, en toda esta pesadilla que lo tiene sentenciado a ser un
verdadero fantasma en pena, inútil, infeliz, cerca pero lejos de sus dos seres
queridos… de su vida.
“Si la presencia de la estatuilla comenzó todo esto,
seguramente su ausencia lo terminará”, pensó sobresaltado, levantándose de la
escalera. “Pronto todo volverá a ser como antes”, imaginaba mientras registraba
el bote de basura, las papeleras, sin encontrar el objeto de su perdición.
Su mujer no había sacado la basura todavía, por lo
que la estatuilla debería estar aún dentro de la casa, pero ¿dónde? Marco recorrió
cada habitación, el estudio y hasta en los baños, pero no lo veía en ninguno de
los basureros.
“Creí que la habías botado, mi vida”, escuchó en la
sala. “No, mi amor, me pareció bonita,
exótica y la dejé ahí, de adorno”, dijo ella. Marco caminó hasta la sala y vio
que se referían a la estatuilla, que ahora estaba en la consola del espejo,
sobre un pañito tejido que su mujer le había dispuesto.
“Ahí está”, pensó Marco, “Sólo debo tomarla cuando
no estén pendientes de ella y eliminarla para que todo vuelva a ser como antes”.
El espectro, por su parte, miró la estatuilla por
unos segundos y le contestó a su mujer: “Chévere, mi amor. La verdad no está
mal”, y por primera vez en todo ese tiempo, el fantasma volteó lentamente y
fijó su mirada penetrante en los ojos de Marco, quien, sorprendido, ahora estaba
aterrorizado, sin pestañar, sin respirar, a un lado de la sala, al pié de la
escalera.
“Sabe que estoy aquí”, pensó Marco, “¡lo sabe…!”. Retrocedió
unos pasos y se recostó de nuevo en la escalera que le servía de refugio, mientras con extrañeza
examinaba el nuevo escenario que tanto la estatuilla y su clon le descubrían ante
sus ojos.
Para Marco era inevitable pensar que todo era una
componenda sin autor conocido, pero con el objetivo de arrancarlo de su existencia,
de su gente. Era fácil para él concluir que con la desaparición de los nuevos
factores desaparecería también su inexistencia forzada, su torturador estado en
pena, y en última instancia, su definitiva falta de propósito en esa vida.
Marco no escuchó más voces en la sala y se dirigió
desde la escalera hasta la sala, donde la estatuilla adornaba su soledad.
Mirando a los lados, se acercó, y cuando se disponía a tomarla, su misma voz,
desde uno de los sillones de la sala, le dijo: “Imagino que ya sabes que la
estatuilla es la causa de todo esto”. Espantado, recogió el brazo y se colocó
frente a frente a lo que siempre consideró un intruso. Con algo de empeño, fijó
su vista en aquella aparición que ahora le hablaba directamente a él. No pudo
sino sentarse en silencio, al borde del otro sillón, con movimientos timoratos,
sin decir una sola palabra.
“Imagino también que piensas descartar el objeto y
así deshacerte de mí. Ahí lo tienes, tú lo encontraste: es tuyo. Eres libre de
hacer con él lo que quieras”, dijo el fantasma.
Todavía tratando de gobernar el movimiento
tembloroso de sus manos, Marco seguía escuchando lo que parecía ser, hasta
ahora, la entrega del testigo a su dueño original.
“Pero debo advertirte una cosa, Marco”, dijo la
entidad mientras clavaba su mirada en los ojos de Marco. “Si me eliminas y
vuelves a tu casa, a tu vida, no podrás, de ningún modo, brindarle a esos dos
seres lo que he logrado yo en estos días. Mi presencia aquí no era coincidencia
ni una enseñanza o un entrenamiento para ti: Era para que supieras lo que
habías dejado detrás de tu indiferencia, ya sin la posibilidad de volver y
corregirlo”.
Recostándose cómodamente en el sillón, el espanto
continuaba con su advertencia: “No estaba previsto que mi mujer…”. “¡Es mi
mujer!”, reclamó Marco. “Ya no. Ahora es mía, como habrás podido observar”. Marco se recostó alterado en
el espaldar de su sillón, mientras su aparición proseguía: “Por más que trates,
no podrás ser lo que ellas necesitan. Por más inteligencia que presumas, nunca
serás la pieza necesaria para completar la armonía en este hogar. Creciste
entre novedades, entre emociones pasajeras, entre sensaciones efímeras de
bienestar, entre logros demasiado palpables. Ahora no sabes qué hacer cuando
debes construir otro tipo de edificaciones, unas fuertes de verdad, que
soporten la carga de cada día, de cada hora sin que te resulte aburrido”.
“Te
concentraste tanto en el precio de las cosas, que te olvidaste de su valor.
Dejaste a un lado las miradas, las sonrisas, los abrazos, seguramente porque te
resultaban gratis; y por no ser un verdadero reto para ti, de esos en los que
se obtiene un trofeo, una medalla, un reconocimiento público, pensaste que la
vida aquí continuaría igual, esperando para darte y no para exigirte”.
“Pues bien, Marco, viste llegar el momento y no hubo
ni una sola reflexión de tu parte acerca de lo que has dejado de aportar. No
pasó por tu mente siempre ausente la riqueza cotidiana que echaste a la basura
y que todavía, al día de hoy, no reconoces como necesaria.”
Marco escuchaba al espectro, ya sin miedo, ya sin
temblor en las manos, ya sin los dientes apretados. “Llevas en tu mente sólo el
mapa de cómo llegar a las cosas simples, palpables, saltando de una meta en
otra muy distinta, como el niño en los asientos del autobús vacío. No eres
capaz, a pesar de tu edad, de sentarte, descansar, apreciar el valor de lo que
está vivo, ni siquiera siendo el centro de sus vidas”.
El espectro se levantó y se colocó enfrente de
Marco. “Dime, Marco, si tú mismo fueses un objetivo en tu vida, ¿Qué valor te
darías? ¿Valdrías la pena? ¿Valdrías el esfuerzo? ¿Celebrarías haberte obtenido
a ti mismo como premio?”.
Agachándose y colocando la mano en el hombro de
Marco, terminó el espectro: “De ser así, ¿Qué harías contigo el resto de tu
vida?”
Marco, todavía sentado en su sillón, con una mirada
triste y sintiendo el peso de las palabras de su alter ego, contestó susurrando, mientras se desvanecía para siempre
en el aire que lo rodeaba: “Nada”.
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