jueves, 30 de agosto de 2012

Entrevista con el sádico


Ya estaba lista para tomar el metro. El andén estaba repleto. Seguro me iban a arrugar el vestido que escogí para mi entrevista de trabajo de hoy. Aún estaba esperando por el resultado de dos entrevistas previas y no pensaba parar de intentar hasta conseguir algo que me gustase;total, no debería haber mucha dificultad para una joven profesional de 27 años.

Se detuvo el tren, abriendo sus puertas enfrente de mí. Salieron quienes llegaron y llegó el consabido estrujón de acomodo en el interior. Como es normal, el vagón era un amasijo de perfumes, murmullos y comentarios de poca monta. Miré a un lado y al otro y no había espacio dónde distender la presión en la que quedé, cosa que ocurriría dos o tres estaciones más adelante, cuando el zarandeo haría emparejar el cúmulo de transeúntes.

Respirando ya con calma, dejé colar la mirada entre la gente hasta llegar a una pareja que se besaba en ese momento. Ella, una linda joven, vestida de formalidad y pelo negro, aceptaba caricias furtivas de aquel hombre que rasgaba la madurez, y que, mirando a los lados con picardía y disimulo, tocaba con el revés de la mano el pecho y el pompis de la muchacha. Ella, en una mezcla de vergüenza y travesura, sonreía pelando los ojos, como advirtiendo: “¡nos van a ver!”.

Semejante bochinche permaneció durante varios minutos, y no pudiendo ocultar mi molestia por tal trastada en público; ante esa barbaridad que debería estar reservada para la intimidad, sólo esperaba que el tipo me mirase para torcerle los ojos en señal de desprecio. Afortunadamente, y ya para librarme ese antro de desvergüenza, llegué a mi estación; y mientras trataba de concentrarme en anticipar las cuestiones a responder en la próxima sesión laboral, tomé la escaleras mecánicas hasta la salida de la estación.

Una vez en la acera, fijé mi mirada en la inmensa torre a la que debía ingresar y presentar mi currículo. “Buenos días, señorita”, saludé a la recepcionista, “Vine a la entrevista de las 8. Aquí están mis papeles”. Con una sonrisa de mentira, la rubia tomó mis papeles y, según pude ver, escribió algo en el chat de su computadora. “Tome asiento”, me indicó. “Ya vienen a buscarla”.

Pasaron muy pocos minutos antes de que una señora entrada en años, alta y de muy buena presencia, saliera del pasillo repleto de pinturas al óleo: “¿Es Ud. la señorita Amanda Rízquez?”, preguntó. Asentí con la cabeza mientras la saludaba con la mano. “Pase por aquí”, me conminó, mientras me conducía a la sala de reuniones. “El licenciado Pacheco la atenderá en breve. Tome asiento que él sabe que Ud. está acá”.

Me senté en la más cercana de las quince sillas de aquella mesa pulida que llegaba hasta pared de cristal, desde la que se dejaba ver la ciudad. No aguanté la curiosidad de asomarme y me levanté enfrente del vidrio, sintiendo algo de vértigo ante la inmensidad del paisaje urbano.

“Buenos días, ¿Señorita Rízquez? Siéntese, por favor”, escuché desde detrás. Dejando las azoteas de los edificios vecinos, viré la cabeza hacia la entrada de la sala, donde la mitad del cuerpo del Sr. Pacheco se mostraba de espalda, mientras le daba una última instrucción a su secretaria y me hacía señas de esperar. Me senté cerca del ventanal, mientras ellos terminaban de hablar.

No recuerdo haber recibido una sorpresa parecida desde hacía muchos años. Cuando el susodicho Sr. Pacheco me dio la cara, con sonrisa y todo, con palabras que no atinaba a escuchar, descubrí que mi potencial empleador era el desvergonzado que venía en el metro, manoseando a aquella muchacha.

No escuché el saludo. No escuché las primeras de sus preguntas, seguramente relacionadas con un café o con el viaje a la oficina. Estaba yo estupefacta por la mala jugada del destino, mirando a aquel despreciable tipo que profería frases sin sonido, mientras él mismo comenzaba a notar que yo no le prestaba atención.

“Srta. Rízquez... ¡Srta. Rizquez!”, me inquiría mientras miraba en el fondo de mis ojos a ver si encontraba a alguien. De repente desperté de la andanada de asco que me invadió y comencé a escuchar sus palabras de inquietud: “Srta. Rízquez, ¿Qué le pasa?... ¡Matilde, trae agua por favor!”. En sólo segundos, entró la misma señora de hacía un rato, preocupada, con un vaso de agua y servilletas en sus manos.

Digerí la escena y traté de componerme de la manera más elegante y menos comprometida posible. El despreciable pervertido, con sus ojos claros y sus cejas excelentemente arregladas me ofrecía el vaso con agua mientras maromeaba en el borde de su silla. Tenía dos pensamientos recurrentes en mi mente atribulada: (1) esta corporación era una excelente oportunidad para mi carrera, para destacarme como miembro de esta firma, y (2) cómo podría yo trabajar para alguien con tan reprobable conducta. Dada la disyuntiva, decidí seguir adelante con la entrevista y luego, en el camino, tendría más calma para decidir si desechar la oportunidad o no.

“¿Está mejor?”, me preguntó una vez más. Tomé el vaso con agua y con una sonrisa nerviosa asentí y comencé a beber. “¿Qué le pasó? ¿Está enferma?”, preguntó con preocupación. Yo sabía que no podía aducir enfermedad, sobre todo si estaba en una entrevista de trabajo. Por supuesto, tampoco podría decirle: “No, chico, la verdad es que me dejaste timbrada cuando supe que tú eras el sádico del metro”.

“No. Lo que pasa es que tengo un familiar enfermo y eso me tiene bastante trastornada. Por favor, discúlpeme”. No sé si se tragó el cuento, pero al menos se incorporó en su asiento, recostándose con más tranquilidad en el espaldar. Tomó mis papeles y mientras los ojeaba de arriba abajo, me dijo:

-Bueno, me alivia que se haya repuesto de su trance temporal. Retomando la entrevista, Srta. Rízquez, estuve revisando su historial y aparentemente, a pesar de su corta edad ha logrado usted acumular la experiencia necesaria para el cargo que debemos establecer en la Gerencia. No sé si se haya enterado por los periódicos, pero estamos en un proceso de reacomodo, de reestructuración de nuestras empresas y necesitamos una persona joven, capaz y comprometida con los objetivos que la presidencia se ha trazado. Esta es una corporación con amplia tradición en el país y debemos ser cuidadosos es eso de conservar la imagen, Ud. Sabe (...)”.

Cuando nombró lo de la imagen, se vino de nuevo a la mente el momento en el vagón, cuando este “Ejecutivo” perpetraba lo que podría ser, según mi formación, un crimen. Mientras Pacheco conversaba en un lenguaje impecable acerca de la corporación, gesticulaba con mucha simpatía, moviendo sus manos excelentemente formadas, dibujando esquemas en el aire. Si no lo conociera como lo conozco, diría que es un hombre respetable y hasta encantador; pero ya lo conozco: es un asqueroso.

Yendo y viniendo entre la explicación de Pacheco y la escena en el tren, trataba de hilar las ideas para entender la oferta de trabajo y las expectativas que podría formularme en adelante.

Pacheco, terminando con su disertación de buenas prácticas de lo que sería la principal empresa de seguros del país, después de ojear la última página de mi currículo, me miró a los ojos y blandiendo una sonrisa, dijo:

-La verdad es que me parece que su perfil está bastante completo y nos satisfaría si aceptase nuestra oferta. ¿Qué le parece? ¿está interesada?

Ya hacía rato del incidente desagradable en el subsuelo citadino, y aunque no dejaba de zumbarme en el recuerdo la escenita, el rechazo había sido limado en algún grado por la presencia renovada y afable de aquel hombre, indudable ficha en esa organización de tal renombre.

Pensé en mi familia, en la satisfacción que les daría entrando a trabajar en aquella oficina, con todos los beneficios que ofrecía y con las proyecciones de progreso que podría yo barajar al pasar de los años. Puse, rápidamente, en una balanza todos los elementos a evaluar y me dije “Qué carajos: claro que sí”.

“Sí, Sr. Pacheco, estoy interesada”, dije, saliendo de la resignación y entrando en una onda de progreso. “En ese caso, bienvenida a la Organización”, asestó con una sonrisa amable. “La esperamos el lunes a las ocho de la mañana”. Ambos, sonreídos, nos levantamos de la mesa y nos dimos las manos con cierto entusiasmo y nervios de mi parte.

No sé por qué, pero en medio del saludo final, me pareció, por una fracción de segundo, que Pacheco estaba ejerciendo una presión indebida sobre mi mano, invocando, irremediablemente, la escena en el vagón. Halé mi mano con ira y le grite en su cara:

-¡Suéltame, sucio! No vas a hacer conmigo lo que hiciste con esa muchacha en el metro esta mañana. No vas a lograr abusar de mí como seguro abusas de las mujeres que están a tu alrededor, valiéndote de tu cargo y tu sarta de pendejadas corporativas. Conmigo no, delincuente sexual, ¡ni lo sueñes!

Pacheco me tomó por los hombros, y confundido, preguntó:
-¿Qué le pasa, Srta Rízquez, qué ha pasado?
-Yo te vi, yo sé de lo que eres capaz. Yo vi cuando manoseabas a esa muchacha en el tren. No tienes moral para hablar de imagen. Eres un descarado ¡Suéltame!

Tomé mi cartera, y terciándomela en el hombro, salí de aquella sala azotando la puerta y dejando a un Pacheco boquiabierto que no parecía entender nada. Enceguecida por la rabia, pasé por la recepción sin mirar a nadie, llegando al pasillo de ascensores, en el que caminaba de un lado a otro, rogando: “¡Llega, coño, llega, quiero salir ya de esta vaina!”.

Al llegar a la planta baja, corrí apurada para salir del edificio, cuando de pronto sonó mi celular. En medio de la acera y el bullicio, vi que el número era de un teléfono fijo. Sin pensarlo mucho, contesté:

-¡Buenos días!
-Buenos días, ¿es la Srta. Rizquez?
-Sí, ¿quién habla?
-Es Matilde, la secretaria del Licenciado Pacheco.

“Qué fastidio”, pensé, “¡yo lo que quiero es alejarme de todo esto!”
-¡Ajá, diga!
-El señor Pacheco le manda a decir que él no usa metro, que él llega todos los días en el helicóptero de la Empresa. Que tenga feliz día, señorita Rízquez”.

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