En alguna latitud, muy alejada de
cualquier signo de civilización, vivía Arcadio, un anciano
trabajador de la tierra, que además criaba algún modesto ganado que
levantó durante su vida en el campo. Arcadio no era casado; tuvo,
si, algunas relaciones afectivas, pero ninguna que durase como para
terminar su vida acompañado.
A pocos kilómetros, de allí, vivía
Candelario, otro anciano con la misma suerte para las mujeres. Sin
familia ni conocidos vivos, Candelario también tenía un pequeño
huerto del que se servía sus necesidades en un clima un poco más
cálido, además de unos pocos chivos y gallinas que le
complementaban la dieta diaria.
Ambos hombres no se conocían, y cada
uno presumía ser el único habitante de estas montañas. Las tierras
donde ambos habitaban fueron abandonadas al pasar de los años, dados
los largos períodos de sequía que enfrentaban, dejando sólo muy
poco terreno para el retoño de algunas hortalizas y verduras, así
como pasto para muy pocos animales.
Los días con sus mañanas de viento
que barrían el patio bien temprano, antes de salir el sol, se
juntaban con las tardes de calor seco que hacía a los ancianos
arrimarse a la sombra, mientras terminaban sus pocos quehaceres,
echándose en su hamaca o en su mecedora para hipnotizarse con el
horizonte, que desde hacía años ya no tenía mucho qué decir. Era
ya una vida frugal, orgánicamente suficiente, en la que los
pensamientos y recuerdos sonaban más fuertes que la misma
naturaleza.
¿Algo de AM?
El silbido o el tralaleo eran los
acompañantes habituales fuera de la casa, durante la escardilla
diaria, mientras recogían la maleza de los surcos recién sembrados;
pero estando en sus casas, el radiecito era el que inundaba sus oídos
y sus mentes, sus miradas por la ventana, sus reflexiones indecibles
en la oscuridad.
Cada anciano tenía un artefacto ya empolvado en una
repisa, en una mesa esquinera, al que encendían al levantarse y
apagaban al prever el sueño de nocturno. El detalle del aparato de
Candelario es que sólo percibía una sola emisora claramente, porque
la antena se había roto en algún momento, por alguna razón que ya
no recordaba.
La soledad de ambos los hacía
zambullirse en los transistores durante horas, escuchando música,
programas de opinión, noticias. El asunto es que Candelario sólo
podía escuchar una sola emisora, que de paso, era justamente en la
que todo lo que se decía era bueno, y que nadie, en esa geografía,
debía albergar inquietudes, miedos.
Por otro lado, Arcadio, aunque si tenía
su radio en perfecta recepción, por alguna razón, sólo escuchaba
una sola estación, y era la que destacaba los puntos críticos de
cada aspecto de la sociedad.
El cuento corto
Ambos viejos tomaban lo que se les
transmitía por la radio como la realidad de lo que pasaba allá
afuera; total, ellos no podían constatarla personalmente, gracias a
su propio sustento logrado con la producción de sus huertos. El poco
dinero que guardaban parecía más fotos de un álbum olvidado, y
seguramente, un tesoro que alguien encontraría después de sus
muertes.
Candelario encendía su radio una
mañana fría, como todas, y entre letras de su juventud, boleros y
rancheras, escuchaba opiniones sobresaltadas en la que toda la
situación de allá afuera parecía estar controlada por la
tranquilidad. Las noticias llegaron a tener ya, para el viejo, un
carácter imperceptible. Al empinarse su pocillo de café y sentarse
a la orilla del zaguán, sólo se venían recuerdos de su vida moza,
de lo que pudo ser y no fue. Las frustraciones se mezclaban con el
dulce de las reservas de su alma, y con lo poco que había que
emprender en los últimos años que quedaban por delante.
Candelario tenía la costumbre de
escribir números en pedazos de papel que encontraba. Era como un
mantra, como si cada uno de los guarismos significasen algo en
particular. Después de rayar el papel durante algunos minutos, lo
doblaba y lo ponía en una cajita llena de papelitos que tenía en su
mesita de noche y comenzaba su día.
Arcadio también encendía su radio, y
entre música más de este tiempo, podía escuchar cómo se acercaba
el fin de su tranquilidad. Gente que sabía de lo que hablaba
auguraban oscuros días por venir, y que nadie dejaría de sentir que
los buenos tiempos pronto serían pasado.
A diferencia de la tranquilidad de
Candelario al oír sus noticias, sus canciones, sus pájaros
mañaneros, Arcadio comenzó a adoptar un estado de permanente
alerta, en el que el miedo remoto se acercaba a hurtadillas. Cuando
se asomaba con su taza de café por la ventana, sus pupilas no podían
evitar alejarse verde y azul lejanos para pasear por encima de las
montañas más cercanas, a lo largo de los caminos que conducían a
su casa. Ya cuando tocaban los días de riego, era casi imposible no
levantar la vista para constatar que no había nadie por allí,
asechando su bienestar, y más importante, su vida.
Una mañana, Arcadio se despertó entre
sobresaltos, temiendo lo peor. Seguramente fue un sueño atemorizante
que logró poner en zozobra el temple de un viejo bien atestado y con
claridad en las cosas, como se le había conocido durante sus años.
A diferencia de Candelario, quien vivía en su propio mundo aislado,
entre sus oficios y su cabeza, alejado de cualquier estímulo que lo
alertase de los peligros de allá afuera, Arcadio si estaba,
prevenido cada día por cualquier cosa que lo viniese a despojar de
lo suyo. Su radio se había convertido en la herramienta necesaria
para saber todo cuanto ocurriese y se enteraría, sin duda alguna, de
cuándo estallaría el acontecimiento del que debía salir ileso,
triunfante.
Una tarde, en medio del cansancio del
trabajo en el huerto, un pensamiento se clavó en su mente. Mirando
sus tierras, su ganado, su casa, y hasta el dinero que ya no necesitó
desde hace años, decidió averiguar cuán cerca estaba la amenaza.
En un reconocimiento del terreno cercano podría saber si dormir
tranquilo en adelante o no. Al día siguiente, se terció su marusa
con algunos bocados, y a lomo de mula echó a andar.
Candelario, por su lado, había
comenzado su día habitual con el radio, el café y algo de
escardilla. Los chivos andaban regados por los alrededores de la
casa, arrancando los brotes mezquinos, pero suficientes para su
desenfadada existencia. En poco rato ya vendría el jefe a pedirles
algo de leche a las hembritas. Era la burbuja de siempre, la bendita
miopía a la que llamaba vida.
Mientras, Arcadio se actualizaba con el
nuevo aspecto del paisaje, aquél que dejó de ver hace tiempo y que
ahora, algo más seco de lo que recordaba, iba quedando atrás. A
medida que la mula avanzaba entre cabeceos y corcoveos, el viejo era
presa de pensamientos casi épicos, de la defensa de sus posesiones,
y no dejaría de participar en lo que consideraba la última batalla
por la dignidad de la gente decente.
No tardó mucho el viaje de Arcadio por
aquellos parajes montañosos, sin darse cuenta de una casita rodeada
de rayas de huertos que había algo retirada del camino. Con un
ataque de suspicacia, el viejo dirigió el camino para la casa,
pensando que seguro tenía algo que averiguar allí.
Cuando faltaban cientos de metros,
Arcadio se bajó de la mula y la amarró en un matorral. Creyó que
si se acercaba en silencio, imperceptible para esa gente, se podría
enterar de todo sin ser descubierto. Vio el pequeño huerto, que no
se comparaba con el suyo; los chivos desperdigados por el patio, y
detallando la humilde vivienda, se escurrió hasta algún rincón de
la casa, donde pudo ver a Candelario limpiando unos granos que
guardaría para la semana.
El dueño de la casa, sin saber,
caminaba de aquí para allá y de allá para acá con la mirada de
Arcadio en la nuca, quien necesitaba saber por qué este viejo no
estaba en pié de lucha, por qué lucía tan relajado a pesar de lo
que se venía encima; en ese momento se le antojó una sola razón:
Él es de los otros, de los que están tranquilos por la causa
contraria, porque todo les favorece… Él es el enemigo.
En medio de sus pensamientos, pudo
escuchar la extraña emisora en el radio desvencijado de aquel viejo
sospechoso de traición, y supo que era la misma estación, aquella
que él no tragaba por inconcebible. Entonces no hubo duda alguna:
tenía que actuar de inmediato.
Con el sigilo que le permitían sus
setenta y seis años, Arcadio se acercó a Candelario por detrás y
la asestó un garrotazo por la cabeza, haciéndolo caer de cara al
suelo. Entre quejidos y casi sin vista, Candelario trató de buscar
la causa de este carajazo repentino que invadió su casa, su espacio
prístino. Aún con el garrote en la mano, Arcadio se acercó al
cuerpo casi inmóvil del herido y le contó sus razones, el temor que
sentía y la cruzada en la que se había imbuido y que nadie podría
detener –incluyéndolo a él, como parte del adversario–.
Sólo en ese momento, a punto de morir
por un segundo y más certero garrotazo, fue que Candelario supo en
el error en el que vivió todo este tiempo. En ese momento y sin
poder mirar a su agresor, fue cuando Candelario se pudo enterar del
engaño, de las cosas malas que había ignorado acerca de la gente de
allá afuera.
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