jueves, 19 de julio de 2012

La muerte ciega


Por allá, muy lejos…

En alguna latitud, muy alejada de cualquier signo de civilización, vivía Arcadio, un anciano trabajador de la tierra, que además criaba algún modesto ganado que levantó durante su vida en el campo. Arcadio no era casado; tuvo, si, algunas relaciones afectivas, pero ninguna que durase como para terminar su vida acompañado.

A pocos kilómetros, de allí, vivía Candelario, otro anciano con la misma suerte para las mujeres. Sin familia ni conocidos vivos, Candelario también tenía un pequeño huerto del que se servía sus necesidades en un clima un poco más cálido, además de unos pocos chivos y gallinas que le complementaban la dieta diaria.

Ambos hombres no se conocían, y cada uno presumía ser el único habitante de estas montañas. Las tierras donde ambos habitaban fueron abandonadas al pasar de los años, dados los largos períodos de sequía que enfrentaban, dejando sólo muy poco terreno para el retoño de algunas hortalizas y verduras, así como pasto para muy pocos animales.

Los días con sus mañanas de viento que barrían el patio bien temprano, antes de salir el sol, se juntaban con las tardes de calor seco que hacía a los ancianos arrimarse a la sombra, mientras terminaban sus pocos quehaceres, echándose en su hamaca o en su mecedora para hipnotizarse con el horizonte, que desde hacía años ya no tenía mucho qué decir. Era ya una vida frugal, orgánicamente suficiente, en la que los pensamientos y recuerdos sonaban más fuertes que la misma naturaleza.

¿Algo de AM?

El silbido o el tralaleo eran los acompañantes habituales fuera de la casa, durante la escardilla diaria, mientras recogían la maleza de los surcos recién sembrados; pero estando en sus casas, el radiecito era el que inundaba sus oídos y sus mentes, sus miradas por la ventana, sus reflexiones indecibles en la oscuridad. 

Cada anciano tenía un artefacto ya empolvado en una repisa, en una mesa esquinera, al que encendían al levantarse y apagaban al prever el sueño de nocturno. El detalle del aparato de Candelario es que sólo percibía una sola emisora claramente, porque la antena se había roto en algún momento, por alguna razón que ya no recordaba.

La soledad de ambos los hacía zambullirse en los transistores durante horas, escuchando música, programas de opinión, noticias. El asunto es que Candelario sólo podía escuchar una sola emisora, que de paso, era justamente en la que todo lo que se decía era bueno, y que nadie, en esa geografía, debía albergar inquietudes, miedos.

Por otro lado, Arcadio, aunque si tenía su radio en perfecta recepción, por alguna razón, sólo escuchaba una sola estación, y era la que destacaba los puntos críticos de cada aspecto de la sociedad.

El cuento corto

Ambos viejos tomaban lo que se les transmitía por la radio como la realidad de lo que pasaba allá afuera; total, ellos no podían constatarla personalmente, gracias a su propio sustento logrado con la producción de sus huertos. El poco dinero que guardaban parecía más fotos de un álbum olvidado, y seguramente, un tesoro que alguien encontraría después de sus muertes.

Candelario encendía su radio una mañana fría, como todas, y entre letras de su juventud, boleros y rancheras, escuchaba opiniones sobresaltadas en la que toda la situación de allá afuera parecía estar controlada por la tranquilidad. Las noticias llegaron a tener ya, para el viejo, un carácter imperceptible. Al empinarse su pocillo de café y sentarse a la orilla del zaguán, sólo se venían recuerdos de su vida moza, de lo que pudo ser y no fue. Las frustraciones se mezclaban con el dulce de las reservas de su alma, y con lo poco que había que emprender en los últimos años que quedaban por delante.

Candelario tenía la costumbre de escribir números en pedazos de papel que encontraba. Era como un mantra, como si cada uno de los guarismos significasen algo en particular. Después de rayar el papel durante algunos minutos, lo doblaba y lo ponía en una cajita llena de papelitos que tenía en su mesita de noche y comenzaba su día.

Arcadio también encendía su radio, y entre música más de este tiempo, podía escuchar cómo se acercaba el fin de su tranquilidad. Gente que sabía de lo que hablaba auguraban oscuros días por venir, y que nadie dejaría de sentir que los buenos tiempos pronto serían pasado.

A diferencia de la tranquilidad de Candelario al oír sus noticias, sus canciones, sus pájaros mañaneros, Arcadio comenzó a adoptar un estado de permanente alerta, en el que el miedo remoto se acercaba a hurtadillas. Cuando se asomaba con su taza de café por la ventana, sus pupilas no podían evitar alejarse verde y azul lejanos para pasear por encima de las montañas más cercanas, a lo largo de los caminos que conducían a su casa. Ya cuando tocaban los días de riego, era casi imposible no levantar la vista para constatar que no había nadie por allí, asechando su bienestar, y más importante, su vida.

Una mañana, Arcadio se despertó entre sobresaltos, temiendo lo peor. Seguramente fue un sueño atemorizante que logró poner en zozobra el temple de un viejo bien atestado y con claridad en las cosas, como se le había conocido durante sus años. A diferencia de Candelario, quien vivía en su propio mundo aislado, entre sus oficios y su cabeza, alejado de cualquier estímulo que lo alertase de los peligros de allá afuera, Arcadio si estaba, prevenido cada día por cualquier cosa que lo viniese a despojar de lo suyo. Su radio se había convertido en la herramienta necesaria para saber todo cuanto ocurriese y se enteraría, sin duda alguna, de cuándo estallaría el acontecimiento del que debía salir ileso, triunfante.

Una tarde, en medio del cansancio del trabajo en el huerto, un pensamiento se clavó en su mente. Mirando sus tierras, su ganado, su casa, y hasta el dinero que ya no necesitó desde hace años, decidió averiguar cuán cerca estaba la amenaza. En un reconocimiento del terreno cercano podría saber si dormir tranquilo en adelante o no. Al día siguiente, se terció su marusa con algunos bocados, y a lomo de mula echó a andar.

Candelario, por su lado, había comenzado su día habitual con el radio, el café y algo de escardilla. Los chivos andaban regados por los alrededores de la casa, arrancando los brotes mezquinos, pero suficientes para su desenfadada existencia. En poco rato ya vendría el jefe a pedirles algo de leche a las hembritas. Era la burbuja de siempre, la bendita miopía a la que llamaba vida.

Mientras, Arcadio se actualizaba con el nuevo aspecto del paisaje, aquél que dejó de ver hace tiempo y que ahora, algo más seco de lo que recordaba, iba quedando atrás. A medida que la mula avanzaba entre cabeceos y corcoveos, el viejo era presa de pensamientos casi épicos, de la defensa de sus posesiones, y no dejaría de participar en lo que consideraba la última batalla por la dignidad de la gente decente.

No tardó mucho el viaje de Arcadio por aquellos parajes montañosos, sin darse cuenta de una casita rodeada de rayas de huertos que había algo retirada del camino. Con un ataque de suspicacia, el viejo dirigió el camino para la casa, pensando que seguro tenía algo que averiguar allí.

Cuando faltaban cientos de metros, Arcadio se bajó de la mula y la amarró en un matorral. Creyó que si se acercaba en silencio, imperceptible para esa gente, se podría enterar de todo sin ser descubierto. Vio el pequeño huerto, que no se comparaba con el suyo; los chivos desperdigados por el patio, y detallando la humilde vivienda, se escurrió hasta algún rincón de la casa, donde pudo ver a Candelario limpiando unos granos que guardaría para la semana.

El dueño de la casa, sin saber, caminaba de aquí para allá y de allá para acá con la mirada de Arcadio en la nuca, quien necesitaba saber por qué este viejo no estaba en pié de lucha, por qué lucía tan relajado a pesar de lo que se venía encima; en ese momento se le antojó una sola razón: Él es de los otros, de los que están tranquilos por la causa contraria, porque todo les favorece… Él es el enemigo.
En medio de sus pensamientos, pudo escuchar la extraña emisora en el radio desvencijado de aquel viejo sospechoso de traición, y supo que era la misma estación, aquella que él no tragaba por inconcebible. Entonces no hubo duda alguna: tenía que actuar de inmediato.

Con el sigilo que le permitían sus setenta y seis años, Arcadio se acercó a Candelario por detrás y la asestó un garrotazo por la cabeza, haciéndolo caer de cara al suelo. Entre quejidos y casi sin vista, Candelario trató de buscar la causa de este carajazo repentino que invadió su casa, su espacio prístino. Aún con el garrote en la mano, Arcadio se acercó al cuerpo casi inmóvil del herido y le contó sus razones, el temor que sentía y la cruzada en la que se había imbuido y que nadie podría detener –incluyéndolo a él, como parte del adversario–.

Sólo en ese momento, a punto de morir por un segundo y más certero garrotazo, fue que Candelario supo en el error en el que vivió todo este tiempo. En ese momento y sin poder mirar a su agresor, fue cuando Candelario se pudo enterar del engaño, de las cosas malas que había ignorado acerca de la gente de allá afuera.

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