jueves, 19 de julio de 2012

El Regreso de Atanasio


Arriba, en una colina, en una cabaña solitaria , vive Atanasio. Atanasio hace vida allí desde hace unos veinte años, cuando una situación crítica lo rebasó y perdió el control de sus circunstancias, menester que siempre estuvo invariablemente bajo su dominio.

Ya no más corbatas, no más chaquetas ni pañuelos. No más peinados, colonias ni yuntas doradas. La barba cana ya espesa que arropa su cara no deja ver la piel blanca, otrora curtida de neón y aire acondicionado, casi purificada por el aislamiento desde hace tanto tiempo.

Una mañana de esas que tomaba para levantarse y mirar por la ventana con su taza de café en la mano, mientras hacía malabares con un palillo de dientes, vio una camioneta negra inmensa que se acercaba a la cabaña. Hacía años que vehículo alguno se aproximaba a estos predios. Atanasio salió al pórtico de la casa y esperó entre el humo de su café recién colao. Después de un frenazo algo exagerado, y levantarse un polvero, salieron del vehículo tres tipos vestidos de negro y lentes oscuros… ahora impregnados de tierra.

“¿¡Atanasio!?”, gritó el primero de ellos, mientras se acercaba a los escalones de la entrada, sacudiéndose el polvo de la fina tela negra, cagándola más con cada palmada.
Atanasio, con todo el postín de los años que lo caracterizan, inflando el pecho se sacó el palillo de la boca y con gotas de café negro en las puntas de su bigote, contestó: “¡Qué va!”.
Los tipos de negro, ya parados enfrente y bajo el dominio visual total de Atanasio, se miraron entre ellos, y el segundo, adelantándose con su traje, ahora marrón terrón, le inquirió:
–Pero, ¿cómo? ¿No es Ud. Atanasio?
–No. Atanasio murió hace 20 años. Yo soy lo que queda de ese pobre ser.
–Entonces, ¿Si es Atanasio?
– ¡No! Ya le dije que Atanasio murió hace 20 años, y que yo era lo que quedaba de ese pobre ser.
Ante la firmeza de Atanasio, el tercero de los hombres de negro veteado de suelo, se acercó a los otros dos y les susurró algo. Los tres miraron a Atanasio por unos segundos, como escrutándolo, y luego de un instante, el mismo hombre se dirigió a él y le dijo: “En ese caso, señor, disculpe la molestia”.
Atanasio asintió como disculpándolos, se dio la vuelta con la parsimonia que lo vestía y entrando a la cabaña, cerró la puerta. “Esta gente…”, pensó mientras se sentaba de nuevo en la mecedora.
Después de algunos segundos solo, sorbiendo algo de café casi frío, escuchó que tocaban la puerta otra vez.
Atanasio, con la tranquilidad que permeaba de sus poros, se dirigió a la vieja y pesada puerta de cedro, y al abrirla, estaban agolpados los tres mismos tipos de negro tronco. El más tembloroso de ellos, apuntándole con su dedo a la nariz, exclamo: “¡De bolas que eres Atanasio! ¡Déjanos pasar!”
Atanasio, pillado en su desdeñosa travesura, se apartó y les señaló los rotos y empolvados muebles para que se sentaran. Los tres gorilas, mirando el mueble, mirando sus trajes ya sucios, se sentaron después exhalar un “qué coño…”.

Atanasio puso el pocillo en la mesa de madera rústica a lado de la mecedora, y retirándose el palillo de la boca, les inquirió: “¿Y entonces?”
–Verá, Atanasio, nosotros venimos de parte de la Corporación Equisyé –indicó el mayor de los de negro–. Nosotros venimos en representación de la junta directiva y accionistas del conglomerado.
–¿Y eso qué tiene qué ver conmigo? –Ripostó Atanasio, poniendo la taza en la mesa y retomando el malabar con el palillo ya astillado.
–Fíjese, ahora estamos pasando por una crisis generalizada en la corporación, y creemos que lo que falta es un estilo gerencial eficiente, pero a la antigua– expresaba vehementemente, mientras gestualizaba geométricamente con sus manos–. Actualmente nuestros gerentes son muy operativos, encimosos, se pierden en los detalles–agregó.

Mientras el hombre de negro hablaba, Atanasio, con espasmos mentales, recordaba sus tiempos de directivo, esos que dejaron una impronta en los ambientes ejecutivos, y que ahora este joven individuo llegaba a rememorar.
–Hemos perdido la noción de estrategia, de absorción de los comportamientos del mercado para poder navegarlos y acometer los nuevos desafíos.

En ese momento, el interlocutor de Atanasio levantó sus cejas, frunciendo el ceño y expresando falta de opciones, se inclinó hacia Atanasio, aseverando:
–Y por eso hemos pensado en usted, mi señor. Su fama lo precede como un profesional exitoso, que supo reestructurar y mantener varias empresas hace dos décadas con base en conceptos acertados, la que establece planes globales, la que controla y sigue, la que delega y confía; esa, de la que ahora necesitamos reaprender y asumir como necesaria.

Atanasio, con los ojos casi cerrados y haciendo un moño de la barba, suspiró: “Ajá, ¿Y cómo es eso?”
–Queremos que se nos una, Atanasio. Lo necesitamos en nuestras filas, ¿Qué dice?
Atanasio, en medio de un rictus inamovible, quedó en silencio mientras mascaba la mitad del palillo. Su experiencia corporativa anterior había sido desastrosa. A pesar de sus éxitos, lo que desconocían sus admiradores empolvados era que su impecable estilo había despertado las más mordaces envidias y enemistades.

Se puede pensar que es normal que quien logra el éxito sea atacado, pero no como lo hicieron con Atanasio. En medio de sabotajes y descréditos, entre humillaciones públicas y el abandono de su equipo de trabajo, la vida en la torre se hizo imposible, ocasionando el estallido emocional que produjo la actual situación cuasi ermitaña de Atanasio.
–No puedo – asestó Atanasio con un gesto definitivo, cruzando las piernas, los brazos, las cejas; mientras escupía el pedacito de palillo que pululaba entre caninos ya amarillentos.
–Pero, ¿por qué? Nos someteremos a sus condiciones, cualesquiera que éstas sean, mi señor. No escatime en exigir. Si quiere, nos podemos retirar y volvemos luego –dijo el suplicante ejecutivo, dejando una tarjeta de presentación en la mesa de Atanasio.
Sin mediar palabra adicional, los tres pingüinos salieron del recinto al ostentoso vehículo, mientras llamaban por sus celulares con mucha diligencia y desapareciendo entre (adivinen qué) el polvo del camino.
– 0 –
Después de dos meses de intensa reflexión, de pesadillas superadas y cierto renacimiento de la esperanza de operar de nuevo, allí estaba Atanasio, en un inmenso sillón de cuero de algún desafortunado y fino animal, en una flamante oficina de doscientos metros cuadrados. Era su primer día de trabajo, luego de una serie de visitas fastidiosas pero certeras de los hombres de negro a su montaña, rogándole que se integrase al grupo.
Tal como lo hacía en la cabaña, se levantó con su viejo pocillo de café (una de las condiciones impuestas para volver), mirando las agujas de los rascacielos del derredor, pequeños en comparación al de la torre de la corporación a la que aceptó prestar su ayuda.

En una de sus miradas perdidas frente a la pared de cristal, observaba el rostro pulcro, aseado, totalmente afeitado. Envejecido, pero con cierta majestad arropada de plateado. Los párpados algo caídos, ya no eran los del joven y exitoso ejecutivo de hace veinte años, pero aún así, con la sabiduría inconmensurable que lo trajo de nuevo aquí.

Se acercaba la presentación de Atanasio a la alta gerencia, a quienes debía plantear su bien conocida estructura de gestión; esa estructura a la que nadie quiso meterle el pecho, cual papa caliente, por no saber cómo arrancar.

De pronto, se abrieron las dos inmensas puertas de madera torneada y apareció Almeida, el más incisivo de los hombres de negro. Con una leve sonrisa se le acercó y le dijo:
–Listo, Atanasio, vienen subiendo los gerentes generales y de área de las empresas. Por favor, siéntate a la cabeza de la mesa– le dijo, señalándole el lugar y dándole una palmada en el hombro–. Por cierto, te ves muy bien. Cualquier cosa que necesites, me haces una señal y me acerco. Estaré por aquí.
En pocos segundos comenzó a entrar el personal ejecutivo del grupo. Eran jóvenes. No parecían promediar más de cuarenta años. La imagen de aquellos jóvenes trajo al recuerdo de Atanasio, parado detrás de su silla, los años en los que aprendió el grueso de su bagaje de habilidades supervisorias y directivas. En un vistazo a cada uno, al brillo de sus ojos, se transparentaba la pasión juvenil por mantener una gestión brillante; pero la verdad es que no había resultado, y era justamente por eso que Atanasio estaba allí.

Una vez sentados todos, siendo Atanasio el último, Almeida se levantó de su puesto e hizo la presentación correspondiente.
–Buenos días, señores. Como se les notificó por escrito, desde hoy tenemos al doctor Atanasio Bustillos como nuevo presidente del Grupo. Como sabemos, el ciclo de nuestro apreciado Dr. Córdoba se ha cumplido. La coyuntura por la cual lo tuvimos al frente durante estos años se fue superada con éxito, y ahora necesitamos un reimpulso de la operación desde las fases previas a la operación. Por eso, el Dr. Bustillos volvió de un largo retiro y nos orientará en adelante, en este nuevo ciclo de estabilización en el replanteamiento de las directrices medias del Grupo– dijo señalando a Atanasio, quien lo miraba fijamente, con un poquito de fastidio.

Atanasio, quien no estaba entre multitudes desde hacía demasiado tiempo, imaginando que tenía su palillo entre los dientes, sintió el crujido social del que vuelve a rastras.
–Buenos días, a cada uno –aclarando la garganta–. Ya Almeida les hizo el resumen del porqué de mi presencia entre ustedes. No me extenderé en discursos o detalles –dijo con aire renovado–. Ustedes si lo harán: Necesito sus curricula y un informe de sus gestiones en los últimos dos años. Es todo por ahora. Se pueden retirar.

Almeida, casi espantado de lo parco de Atanasio, se levantó entre los ejecutivos que salían del salón y se le acercó.
–Caramba, Atanasio, creí que debería ser más diplomático, más político en su discurso de presentación. La verdad no sé qué efecto pueda tener sobre la confianza inicial de los ejecutivos.

Ahora sí, Atanasio, sacando un palillo de su billetera, y con los mismos ojos del barbudo de la colina, levantó las cejas y asestó:
–¿Ah sí? ¿Y qué es esto? ¿Un jardín de infancia? ¿El paraíso de las soft skills? Mira, Almeida, tú me trajiste con un propósito y a eso vine. Yo no vine a acariciar a nadie, y menos a gente que lo que ha hecho es tirar tu empresa a la basura.

Almeida bajó la mirada, y regresándola, le dijo:
–Espero que todo salga bien, Atanasio. Familiarízate con las herramientas. Te enviaré a un instructor para que te actualice en el manejo de la tecnología: Internet, correo, procesadores de texto, planeadores, etc. Cualquier cosa que necesites inmediatamente, se lo pides a tu secretaria.
Almeida salió con cara de caramba, dejando a Atanasio en su sabana de oficina, rodeado de obras de arte, estatuillas y artefactos de museo que seguramente (pensó Atanasio) los ejecutivos de esta época necesitan para trabajar.
– 0 –
Allí estaba Atanasio, enfrente de Almeida. Después de un centenar de reuniones; entre infinidad de papeles revisados, entre el cansancio de haberse enterado de cada detalle. Con trago y medio de whisky encima y el palillo partido. Con una cara de fastidio que no la brincaba un venao, Atanasio se incorporó sobre su espaldar y mirando hacia la ventana, se dirigió a Almeida:
–No puedo.
–No puedes… ¿no puedes qué?
–No puedo hacer lo que me pediste hacer. Recuperar el grupo en el tiempo previsto.
–Tienes que estar jodiéndome, Atanasio– se levantó Almeida–. Tú te comprometiste. Hemos invertido mucho tiempo y esfuerzo en este diagnóstico. Prácticamente hemos puesto todo de cabezas por tus disposiciones, ¿y ahora me dices que no puedes?

Almeida se agarró la cabeza y después de zigzaguear enfrente del escritorio de Atanasio, se arrimó a la panorámica con la respiración alterada. Después de unos segundos de mirada perdida en el muelle, Almeida volvió a sentarse, y tratando de conservar la calma, preguntó:
–Dime si te puedo facilitar algo que te ayude a poder con todo esto. Dime, Atanasio, yo estoy dispuesto a todo, pero no me dejes el plumero, vale; no me hagas esta vaina.
Atanasio, inamovible, siguiendo sólo con las pupilas cada movimiento y berriche de Almeida, y con cara de “¿ya terminaste?”, se levantó, y aterrizando la mano sobre el cerro de papeles como si estuviese “barajando” en dominó, echó a caminar por la oficina mientras le miraba pipí al angelito esculpido mientras estructuraba su respuesta.
–Hace veinte años –dijo, bajando la mirada hacia Almeida– las cosas eran definitivamente distintas, Almeidita. Ahora llego aquí, miro los papeles, entrevisto a los ejecutivos y te veo desacomodado sin saber qué hacer con algo que fundaste. No pretendo hacerte un diagnóstico instantáneo, pero aquí no hay identidad de empresa. Aquí lo que tenemos son un grupo nervioso de islas de ego para los cuales se inventaron cargos, dependencias, sucursales. La Empresa les sirve y no al revés; la Empresa parece tener el deber de hacerlos sentir muy bien a cambio de muy poco, mientras el agua les sube al cuello. No hay procedimientos ni documentación que funcione en las áreas operativas, lo que hace que en el Grupo no se haya creado personalidad corporativa, por lo que está a merced de cada cristiano que rota por las áreas. Y como esto luce de esta manera, no se crea compromiso, no hay dolor por lo que ocurra. Existe la enfermiza ilusión de que fallen cuanto fallen, el logo que amamanta siempre estará a flote. Mientras tanto, tienen oficinas como esta; andan por la ciudad ostentando beneficios incondicionales y restregándole al mundo una supuesta capacidad extraordinaria para idear grandes proyectos, mientras lo que hacen es poner la cagada a cada momento.

Desde detrás de Almeida, todavía sentado y compungido, Atanasio despeinaba al ejecutivo, mientras concluía:
–…Y así está la vaina, Almeidita. Al menos deberán cortar dos generaciones de cabezas en tu grupo para que las cosas vuelvan a ser, como yo diga, sino como te sirvan. Así que yo me voy a mi rancho en el monte, lejos de esos petulantes, y mira, si te sirve de algo, me puedes visitar.
Recogiendo el diario del día, y mostrando una caja de palillos a Almeida, le preguntó:
–¿Puedo?
–Si, por supuesto– contestó a Almeida, mientras, mirando al muelle con los ojos vidriosos, escuchaba alejarse los pasos del que fue su última esperanza.

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