Arriba, en una colina, en una cabaña
solitaria , vive Atanasio. Atanasio hace vida allí desde hace unos
veinte años, cuando una situación crítica lo rebasó y perdió el
control de sus circunstancias, menester que siempre estuvo
invariablemente bajo su dominio.
Ya no más corbatas, no más chaquetas
ni pañuelos. No más peinados, colonias ni yuntas doradas. La barba
cana ya espesa que arropa su cara no deja ver la piel blanca, otrora
curtida de neón y aire acondicionado, casi purificada por el
aislamiento desde hace tanto tiempo.
Una mañana de esas que tomaba para
levantarse y mirar por la ventana con su taza de café en la mano,
mientras hacía malabares con un palillo de dientes, vio una
camioneta negra inmensa que se acercaba a la cabaña. Hacía años
que vehículo alguno se aproximaba a estos predios. Atanasio salió
al pórtico de la casa y esperó entre el humo de su café recién
colao. Después de un frenazo algo exagerado, y levantarse un
polvero, salieron del vehículo tres tipos vestidos de negro y lentes
oscuros… ahora impregnados de tierra.
“¿¡Atanasio!?”, gritó el primero
de ellos, mientras se acercaba a los escalones de la entrada,
sacudiéndose el polvo de la fina tela negra, cagándola más con
cada palmada.
Atanasio, con todo el postín de los
años que lo caracterizan, inflando el pecho se sacó el palillo de
la boca y con gotas de café negro en las puntas de su bigote,
contestó: “¡Qué va!”.
Los tipos de negro, ya parados enfrente
y bajo el dominio visual total de Atanasio, se miraron entre ellos, y
el segundo, adelantándose con su traje, ahora marrón terrón, le
inquirió:
–Pero, ¿cómo? ¿No es Ud. Atanasio?
–No. Atanasio murió hace 20 años.
Yo soy lo que queda de ese pobre ser.
–Entonces, ¿Si es Atanasio?
– ¡No! Ya le dije que Atanasio murió
hace 20 años, y que yo era lo que quedaba de ese pobre ser.
Ante la firmeza de Atanasio, el tercero
de los hombres de negro veteado de suelo, se acercó a los otros dos
y les susurró algo. Los tres miraron a Atanasio por unos segundos,
como escrutándolo, y luego de un instante, el mismo hombre se
dirigió a él y le dijo: “En ese caso, señor, disculpe la
molestia”.
Atanasio asintió como disculpándolos,
se dio la vuelta con la parsimonia que lo vestía y entrando a la
cabaña, cerró la puerta. “Esta gente…”, pensó mientras se
sentaba de nuevo en la mecedora.
Después de algunos segundos solo,
sorbiendo algo de café casi frío, escuchó que tocaban la puerta
otra vez.
Atanasio, con la tranquilidad que
permeaba de sus poros, se dirigió a la vieja y pesada puerta de
cedro, y al abrirla, estaban agolpados los tres mismos tipos de negro
tronco. El más tembloroso de ellos, apuntándole con su dedo a la
nariz, exclamo: “¡De bolas que eres Atanasio! ¡Déjanos pasar!”
Atanasio, pillado en su desdeñosa
travesura, se apartó y les señaló los rotos y empolvados muebles
para que se sentaran. Los tres gorilas, mirando el mueble, mirando
sus trajes ya sucios, se sentaron después exhalar un “qué coño…”.
Atanasio puso el pocillo en la mesa de
madera rústica a lado de la mecedora, y retirándose el palillo de
la boca, les inquirió: “¿Y entonces?”
–Verá, Atanasio, nosotros venimos de
parte de la Corporación Equisyé –indicó el mayor de los de
negro–. Nosotros venimos en representación de la junta directiva y
accionistas del conglomerado.
–¿Y eso qué tiene qué ver
conmigo? –Ripostó Atanasio, poniendo la taza en la mesa y
retomando el malabar con el palillo ya astillado.
–Fíjese, ahora estamos pasando por
una crisis generalizada en la corporación, y creemos que lo que
falta es un estilo gerencial eficiente, pero a la antigua–
expresaba vehementemente, mientras gestualizaba geométricamente con
sus manos–. Actualmente nuestros gerentes son muy operativos,
encimosos, se pierden en los detalles–agregó.
Mientras el hombre de negro hablaba,
Atanasio, con espasmos mentales, recordaba sus tiempos de directivo,
esos que dejaron una impronta en los ambientes ejecutivos, y que
ahora este joven individuo llegaba a rememorar.
–Hemos perdido la noción de
estrategia, de absorción de los comportamientos del mercado para
poder navegarlos y acometer los nuevos desafíos.
En ese momento, el interlocutor de
Atanasio levantó sus cejas, frunciendo el ceño y expresando falta
de opciones, se inclinó hacia Atanasio, aseverando:
–Y por eso hemos pensado en usted,
mi señor. Su fama lo precede como un profesional exitoso, que supo
reestructurar y mantener varias empresas hace dos décadas con base
en conceptos acertados, la que establece planes globales, la que
controla y sigue, la que delega y confía; esa, de la que ahora
necesitamos reaprender y asumir como necesaria.
Atanasio, con los ojos casi cerrados y
haciendo un moño de la barba, suspiró: “Ajá, ¿Y cómo es eso?”
–Queremos que se nos una, Atanasio.
Lo necesitamos en nuestras filas, ¿Qué dice?
Atanasio, en medio de un rictus
inamovible, quedó en silencio mientras mascaba la mitad del
palillo. Su experiencia corporativa anterior había sido desastrosa.
A pesar de sus éxitos, lo que desconocían sus admiradores
empolvados era que su impecable estilo había despertado las más
mordaces envidias y enemistades.
Se puede pensar que es normal que quien
logra el éxito sea atacado, pero no como lo hicieron con Atanasio.
En medio de sabotajes y descréditos, entre humillaciones públicas y
el abandono de su equipo de trabajo, la vida en la torre se hizo
imposible, ocasionando el estallido emocional que produjo la actual
situación cuasi ermitaña de Atanasio.
–No puedo – asestó Atanasio con
un gesto definitivo, cruzando las piernas, los brazos, las cejas;
mientras escupía el pedacito de palillo que pululaba entre caninos
ya amarillentos.
–Pero, ¿por qué? Nos someteremos a
sus condiciones, cualesquiera que éstas sean, mi señor. No escatime
en exigir. Si quiere, nos podemos retirar y volvemos luego –dijo el
suplicante ejecutivo, dejando una tarjeta de presentación en la mesa
de Atanasio.
Sin mediar palabra adicional, los tres
pingüinos salieron del recinto al ostentoso vehículo, mientras
llamaban por sus celulares con mucha diligencia y desapareciendo
entre (adivinen qué) el polvo del camino.
– 0 –
Después de dos meses de intensa
reflexión, de pesadillas superadas y cierto renacimiento de la
esperanza de operar de nuevo, allí estaba Atanasio, en un inmenso
sillón de cuero de algún desafortunado y fino animal, en una
flamante oficina de doscientos metros cuadrados. Era su primer día
de trabajo, luego de una serie de visitas fastidiosas pero certeras
de los hombres de negro a su montaña, rogándole que se integrase al
grupo.
Tal como lo hacía en la cabaña, se
levantó con su viejo pocillo de café (una de las condiciones
impuestas para volver), mirando las agujas de los rascacielos del
derredor, pequeños en comparación al de la torre de la corporación
a la que aceptó prestar su ayuda.
En una de sus miradas perdidas frente a
la pared de cristal, observaba el rostro pulcro, aseado, totalmente
afeitado. Envejecido, pero con cierta majestad arropada de plateado.
Los párpados algo caídos, ya no eran los del joven y exitoso
ejecutivo de hace veinte años, pero aún así, con la sabiduría
inconmensurable que lo trajo de nuevo aquí.
Se acercaba la presentación de
Atanasio a la alta gerencia, a quienes debía plantear su bien
conocida estructura de gestión; esa estructura a la que nadie quiso
meterle el pecho, cual papa caliente, por no saber cómo arrancar.
De pronto, se abrieron las dos inmensas
puertas de madera torneada y apareció Almeida, el más incisivo de
los hombres de negro. Con una leve sonrisa se le acercó y le dijo:
–Listo, Atanasio, vienen subiendo
los gerentes generales y de área de las empresas. Por favor,
siéntate a la cabeza de la mesa– le dijo, señalándole el lugar y
dándole una palmada en el hombro–. Por cierto, te ves muy bien.
Cualquier cosa que necesites, me haces una señal y me acerco. Estaré
por aquí.
En pocos segundos comenzó a entrar el
personal ejecutivo del grupo. Eran jóvenes. No parecían promediar
más de cuarenta años. La imagen de aquellos jóvenes trajo al
recuerdo de Atanasio, parado detrás de su silla, los años en los
que aprendió el grueso de su bagaje de habilidades supervisorias y
directivas. En un vistazo a cada uno, al brillo de sus ojos, se
transparentaba la pasión juvenil por mantener una gestión
brillante; pero la verdad es que no había resultado, y era
justamente por eso que Atanasio estaba allí.
Una vez sentados todos, siendo Atanasio
el último, Almeida se levantó de su puesto e hizo la presentación
correspondiente.
–Buenos días, señores. Como se les
notificó por escrito, desde hoy tenemos al doctor Atanasio Bustillos
como nuevo presidente del Grupo. Como sabemos, el ciclo de nuestro
apreciado Dr. Córdoba se ha cumplido. La coyuntura por la cual lo
tuvimos al frente durante estos años se fue superada con éxito, y
ahora necesitamos un reimpulso de la operación desde las fases
previas a la operación. Por eso, el Dr. Bustillos volvió de un
largo retiro y nos orientará en adelante, en este nuevo ciclo de
estabilización en el replanteamiento de las directrices medias del
Grupo– dijo señalando a Atanasio, quien lo miraba fijamente, con
un poquito de fastidio.
Atanasio, quien no estaba entre
multitudes desde hacía demasiado tiempo, imaginando que tenía su
palillo entre los dientes, sintió el crujido social del que vuelve a
rastras.
–Buenos días, a cada uno –aclarando
la garganta–. Ya Almeida les hizo el resumen del porqué de mi
presencia entre ustedes. No me extenderé en discursos o detalles
–dijo con aire renovado–. Ustedes si lo harán: Necesito sus
curricula y un informe de sus gestiones en los últimos dos años. Es
todo por ahora. Se pueden retirar.
Almeida, casi espantado de lo parco de
Atanasio, se levantó entre los ejecutivos que salían del salón y
se le acercó.
–Caramba, Atanasio, creí que
debería ser más diplomático, más político en su discurso de
presentación. La verdad no sé qué efecto pueda tener sobre la
confianza inicial de los ejecutivos.
Ahora sí, Atanasio, sacando un palillo
de su billetera, y con los mismos ojos del barbudo de la colina,
levantó las cejas y asestó:
–¿Ah sí? ¿Y qué es esto? ¿Un
jardín de infancia? ¿El paraíso de las soft skills? Mira,
Almeida, tú me trajiste con un propósito y a eso vine. Yo no vine a
acariciar a nadie, y menos a gente que lo que ha hecho es tirar tu
empresa a la basura.
Almeida bajó la mirada, y
regresándola, le dijo:
–Espero que todo salga bien,
Atanasio. Familiarízate con las herramientas. Te enviaré a un
instructor para que te actualice en el manejo de la tecnología:
Internet, correo, procesadores de texto, planeadores, etc. Cualquier
cosa que necesites inmediatamente, se lo pides a tu secretaria.
Almeida salió con cara de caramba,
dejando a Atanasio en su sabana de oficina, rodeado de obras de arte,
estatuillas y artefactos de museo que seguramente (pensó Atanasio)
los ejecutivos de esta época necesitan para trabajar.
– 0 –
Allí estaba Atanasio, enfrente de
Almeida. Después de un centenar de reuniones; entre infinidad de
papeles revisados, entre el cansancio de haberse enterado de cada
detalle. Con trago y medio de whisky encima y el palillo partido. Con
una cara de fastidio que no la brincaba un venao, Atanasio se
incorporó sobre su espaldar y mirando hacia la ventana, se dirigió
a Almeida:
–No puedo.
–No puedes… ¿no puedes qué?
–No puedo hacer lo que me pediste
hacer. Recuperar el grupo en el tiempo previsto.
–Tienes que estar jodiéndome,
Atanasio– se levantó Almeida–. Tú te comprometiste. Hemos
invertido mucho tiempo y esfuerzo en este diagnóstico. Prácticamente
hemos puesto todo de cabezas por tus disposiciones, ¿y ahora me
dices que no puedes?
Almeida se agarró la cabeza y después
de zigzaguear enfrente del escritorio de Atanasio, se arrimó a la
panorámica con la respiración alterada. Después de unos segundos
de mirada perdida en el muelle, Almeida volvió a sentarse, y
tratando de conservar la calma, preguntó:
–Dime si te puedo facilitar algo que
te ayude a poder con todo esto. Dime, Atanasio, yo estoy dispuesto a
todo, pero no me dejes el plumero, vale; no me hagas esta vaina.
Atanasio, inamovible, siguiendo sólo
con las pupilas cada movimiento y berriche de Almeida, y con cara de
“¿ya terminaste?”, se levantó, y aterrizando la mano sobre el
cerro de papeles como si estuviese “barajando” en dominó, echó
a caminar por la oficina mientras le miraba pipí al angelito
esculpido mientras estructuraba su respuesta.
–Hace veinte años –dijo, bajando
la mirada hacia Almeida– las cosas eran definitivamente distintas,
Almeidita. Ahora llego aquí, miro los papeles, entrevisto a los
ejecutivos y te veo desacomodado sin saber qué hacer con algo que
fundaste. No pretendo hacerte un diagnóstico instantáneo, pero aquí
no hay identidad de empresa. Aquí lo que tenemos son un grupo
nervioso de islas de ego para los cuales se inventaron cargos,
dependencias, sucursales. La Empresa les sirve y no al revés; la
Empresa parece tener el deber de hacerlos sentir muy bien a cambio de
muy poco, mientras el agua les sube al cuello. No hay procedimientos
ni documentación que funcione en las áreas operativas, lo que hace
que en el Grupo no se haya creado personalidad corporativa, por lo
que está a merced de cada cristiano que rota por las áreas. Y como
esto luce de esta manera, no se crea compromiso, no hay dolor por lo
que ocurra. Existe la enfermiza ilusión de que fallen cuanto fallen,
el logo que amamanta siempre estará a flote. Mientras tanto, tienen
oficinas como esta; andan por la ciudad ostentando beneficios
incondicionales y restregándole al mundo una supuesta capacidad
extraordinaria para idear grandes proyectos, mientras lo que hacen es
poner la cagada a cada momento.
Desde detrás de Almeida, todavía
sentado y compungido, Atanasio despeinaba al ejecutivo, mientras
concluía:
–…Y así está la vaina,
Almeidita. Al menos deberán cortar dos generaciones de cabezas en tu
grupo para que las cosas vuelvan a ser, como yo diga, sino como te
sirvan. Así que yo me voy a mi rancho en el monte, lejos de esos
petulantes, y mira, si te sirve de algo, me puedes visitar.
Recogiendo el diario del día, y
mostrando una caja de palillos a Almeida, le preguntó:
–¿Puedo?
–Si, por supuesto– contestó a
Almeida, mientras, mirando al muelle con los ojos vidriosos,
escuchaba alejarse los pasos del que fue su última esperanza.
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