De nuevo una mañana para levantar algo
de dinero. De nuevo en el carro, lo encendía y comprobaba la
suavidad que brindaba el motor después de una reparación mayor que
me había colocado en dificultades económicas, todavía por
resolver. Sonaba la emisora de radio de siempre, con música clásica
para concentrar y aplacar los pensamientos a lo largo del día. El
reloj marcaba las nueve y cuarto.
En dos años de taxista era más o
menos lo mismo: esperar que bajasen las colas infernales de la ciudad
para salir a pescar trabajadores rezagados y oficiosos relajados que
salían a la calle después de las nueve de la mañana. En la tarde,
tocaba concentrar el servicio en los minutos previos a la hora de
salida, en los que los no empleados huían rápidamente a casa,
evitando la avalancha de gente intoxicada de papel, pantallas y
teclados.
Había pasado la noche pensando
reiterativamente en la decisión por venir de la juez en el juicio
que se me llevaba por plagiar un libro, cosa que era totalmente
falsa, por supuesto, y que seguro era un malentendido originado por
algún malandro del medio. Dos o tres elementos circunstanciales me
tenían hasta el cuello en los tribunales una vez a la semana.
Después de que la aguja de la
temperatura aprobaba el arranque del viejo y querido armatoste que me
mantenía, coloqué la marcha y arranqué dejando la vieja casa de
rejas azules perderse en el espejo retrovisor. Hoy debía conformarme
con poco dinero (la tarifa mínima aceptable, que llaman), dado que
tuve mala noche y el ánimo no estaba como para ser especialmente
emprendedor.
Algo desubicado, no tenía la atención
inicial en los clientes que estuviesen en las aceras solicitando mis
servicios. No sé si alguno lo hizo, pero luego sí que me froté los
ojos y comencé a barrer la calzada con la mirada atenta de quien
necesita el pan de cada día.
Me pareció ver una anciana que miraba
fijo el taxi, pero no se atrevía a sacar la mano. Disminuí la
velocidad y pasé a su lado, pero sin respuesta; sólo me miró raro.
En este punto del día, no importa mucho un aparente rechazo: ya
caerá alguno. Después de desplazarme desde el oeste de la ciudad
hacia el otro extremo, en búsqueda de las zonas residenciales,
pasaba por esas paradas que usualmente albergan más de una decena de
peatones.
De la pequeña multitud a la que le
desfilaba enfrente con velocidad casi sensual para obtener de alguno
un manotazo, observé una joven preciosa que se me quedó mirando,
como aplicando un examen de admisión para poder entrar en el antiguo
pero reluciente espécimen. No estaba nada mal toman algunos
bolívares del bolso de tan agradable aparición. Cuando me disponía
a frenar hasta detenerme, aquellos ojos maquillados se me despegaron
y se perdieron en el cielo de un teléfono celular que comenzaba a
cacarear.
Al dejar el reciente oasis de
probabilidades, miré el reloj y supe que tenía casi una hora en
órbita y nada que atrapaba los primeros churupos. Ya no era normal
el comportamiento de los clientes potenciales, regados en cada acera,
saliendo de locales y viviendas, de esos que necesitan un viaje
rápido y preciso, sin trasbordos ni rutas maniatadas. No era normal
que ni siquiera uno de esas decenas de patrocinadores de mi dieta
diaria se haya dado cuenta de que le pasé por un lado.
Pero bueno, hay días mejores y peores
que otros, y mal podría un trabajador de la calle ponerse a quejar o
a tramar teorías complejas porque en dos horas no había cumplido
con su primer encargo. Seguramente, en días buenos habría hecho la
cuota diaria en el mismo transcurso, sin la pensadera fastidiosa de
ese momento.
Preferí ir a almorzar a casa, esta vez
sin mucha hambre pero sí con el propósito de, ¿cómo decir?,
limpiar el ánimo y comenzar desde cero, como si hubiese dormido
hasta el mediodía.
Después de deglutir una pastica con
queso, pasada por un minuto de microondas, me asomé por la ventana,
y entre sorbos de jugo de naranja, miraba hacia la calle, a los
transeúntes que debía recoger en media hora. Pero aún quedaba
tiempo para ello.
La acostumbrada siesta reparadora de
veinte minutos vino a eliminar el mal agüero de la mañana. En medio
de este nuevo respiro, salía por el patio y aterrizaba de nuevo en
mi muy refrescante esterilla de conductor.
Con la palanca en “D”, comenzó la
otra mitad de la jornada. Las redes se extendían por las aceras,
entre los postes, en los jardines. Ya vendría nuestro cliente número
¡uno!, al que, por llegar cuando más lo espera la gerencia, tendría
un descuentico de unos diez bolos… ¿por qué no?
Aún así, con toda esta tramoya
montada en mi cabeza, lo único que entraba en el asiento de atrás
era la brisa de la tarde. Los paradas pasaban, las cuadras pasaban; y
coño, los minutos pasaban, y pasaban sin que apareciese el cliente
primigenio. Y así seguía el desfile, las chicas, los ancianos, los
ejecutivos, los maestros, los estudiantes, las religiosas y el resto
de la sociedad miraba cómo pasaba enfrente de ellos sin obtener una
respuesta decente, ¡qué vaina!
A eso de las cuatro de la tarde, no
aguanté más. Casi en estado de desesperación, me detuve enfrente
de un bar del centro, uno de esos que se utilizan como drenaje de los
momentos difíciles. Tratando de calmarme por tan desgraciado día,
me senté en la barra que daba a la calle y pedí una fría de las
indicadas para la capa caída.
¿Qué pudo ser? ¿Qué cipote pasó
hoy que no había pasado en dos años? No podía responder ninguna de
las preguntas que se aparecían, y mientras libaba y libaba, menos
preguntas y respuestas podían ser administradas. Al final, con la
cuenta y media cerveza en las manos, dejé rodar la mirada casi
perdida entre el hipo y el mareo, hacia el vehículo objeto del
vejamen recién perpetrado. Lo miraba fijamente sin poder enfocar a
la perfección en la oscuridad donde el noble corcel pacía. Era como
preguntarle a él mismo, desde la puerta del bar, qué había pasado;
y aunque no lo crean, me contestó.
Después de guiñar los ojos
atentamente y darme cuenta. En medio de una mentada de madre no muy
bien modulada ni muy firme, proferí la respuesta al enigma al
momento: “¡El coño de su madre! ¡No puse el aviso de TAXI!”
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