martes, 24 de julio de 2012

La cagamos, Toribio


Ya eran las 12:30 de la madrugada, mientras Oscar caminaba algo ebrio de vuelta a casa, luego de pasar un buen rato con sus amigos. A esta hora las calles estaban solas y bien oscuras. Respirando con alteración y eructando de vez en cuando, decidió recortar camino por un callejón zona roja de la urbanización. Guiñando los ojos, pudo ver cómo las sombras del fondo  se transfiguraban en dos malandros que venían a su encuentro.
-Epa, papá, ¿tienes algodón con yodo porái?
Y en menos de lo que canta un gallo y sin esperar respuesta, el otro le propinó un golpe durísimo en el estómago, derribando a Oscar, quien, con la mano en la barriga, se levantó inmediatamente como pudo y ripostó:
-Pero mi pana, ¿qué fue? –dijo con la cara arrugada.
-Esto y lo que viene, mi don, te lo manda Clarita.
-¿Clarita? –preguntó Oscar, entre sorpresa y descarte etílico- ¡Pero si Clarita me quiere! Yo no creo que ella los haya mandado a joderme, ¡qué va! Ustedes están pelados...
Oscar no dejaba de bambolearse entre el trago y el golpe, cuando de pronto sintió un punzón entrar en su costado.
-¿Y ahora, mi pana? ¿Qué fue?
-Clarita te manda a decir que esto es por todo lo que le hiciste, y que espera que disfrutes de este puyón como ella disfrutó tu traición.
Inclinado y a punto de caer; con la mano tapando el agujero que le acababan de hacer, Oscar se esforzaba por aclarar:
-Chamos, creo que están delirando, pana. No hay nadie que haya querido y respetado más a Clarita que yo. Así que esto tiene que ser una equivocación, una jodienda simpática de ustedes-decía Oscar con cierta sonrisa ingenua en medio de su dolor.
De pronto Oscar miró a los malandros que retrocedieron dos pasos, sacaron sus pistolas y le apuntaron, diciendo:
-Bueno, Dóctor, tenemos que irnos pal bonche… aquí le dejamos en nombre de Clarita, quien, entre carcajadas, predecía tu muerte, ja ja ja… ¡toma, Gualberto! –y abrieron fuego.
Cayendo mal herido, Oscar guiñó sus ojos por última vez, mientras gritaba:
-¿”Gualberto”? ¿Cómo que “Gualberto”, coño? ¡Yo me llamo Oscar!
Al escuchar al ahora occiso, los dos malechores se acercaron al cuerpo, y boquiabiertos, se miraron y dijeron:
-La cagamos, Toribio…
-¿”Toribio”?
-Sí, chico, cualquier vaina.

jueves, 19 de julio de 2012

Risa de papel




Camino a casa

Marco pensaba en lo que haría durante sus vacaciones. Mientras manejaba al anochecer por la autopista de siempre, las luces en contra le despertaban sus pensamientos de inconformidad. Los tragos con los amigos en conversaciones más o menos triviales, sin mucho qué pensar, discutir, emocionarse, y aún así lo suficientemente entretenidas como para decir que fue bueno estar ahí. Se puede decir que se drenaron la carga de la semana de trabajo, las colas, las noticias.

La inhibición de los tragos de cada fin de semana le destapaba el lamento de no tener una vida de sueños, de objetivos, de logros. Vivía sumergido en distracciones, de rellenos brillantes, de un aparente y reconocido bienestar convertido hoy en parálisis. Esa fue su reflexión de regreso. Ese era el amargo alimento en el menú de los viernes a esa hora.

Iba con la mirada perdida en el rayado de la autopista cuando de pronto sintió que había tropezado con algo en el camino. “Lo que faltaba”, murmuró con enojo, cuando frenaba y se estacionaba a un lado. Luego de tratar de escuchar algún sonido raro en el motor, revisar los cauchos y los costados de la latonería, se agachó para ver qué objeto pudo haber pisado. No encontró nada.

Casi a punto de devolverse y dejarlo así, se fijó en un objeto llamativo al pié de uno de los árboles de detrás de la cuneta. Se acercó y lo levantó. Observó que era una especie de estatuilla de barro de corte aborigen, bastante maltratada, de las que salen en los catálogos de objetos antiguos, en los libros de historia precolombina o de arqueología. Era más bien una forma humana chata, con la cabeza ovalada, de ojos saltones y una boca proporcionalmente grande. Una vez convencido de que no había causado daño alguno al carro, y a punto de lanzar el objeto, algo en éste lo hizo llevárselo mientras lo miraba con cierta extrañeza. Lo lanzó en el asiento del acompañante y arrancó de nuevo.

De nuevo en camino, Marco retomó sus pensamientos quejumbrosos. Todo parecía tan monótono, tan falto de sorpresas, de sobresaltos, aunque fuese para mal. Sentía que en los últimos meses hasta lo imprevisto estaba totalmente contemplado, que en su casa existía una variación extraña de paralización. Pero la necesidad de cambiar radicalmente su vida sólo se comparaba con el temor de echar por la borda todo aquello por lo que había luchado y obtenido hasta ahora usando la receta clásica.

Ya en casa

Una vez abierto el portón eléctrico, Marco estacionó el carro a la derecha del de su esposa, como era usual. Mientras caminaba por el jardín, sentía que esa casa, que había costado Dios y su ayuda para conseguirla para formar el hogar que siempre soñó, ahora no causaba el agradable entusiasmo al llegar a ella cada día, cada noche.

Un beso sintético de saludo de Elizabeth le recibía cada día, ya sin la picardía de los años pasados, ya sin esa emoción de mostrarle el logro del día; ya sin esa mirada de búsqueda traviesa a ver qué se les ocurriría hoy, aunque fuese confinados en su castillo. De pronto aparece una hembrita de seis años, Sarita, que lo recibía como si fuese su pequeña novia, con una carrera por la sala, una exclamación y un abrazo. Marco la cargaba un rato en su regazo. Le hacía guiños durante unos minutos para bromearle y cumplir con el tierno requisito de cada día. Sin embargo, estaba extenuado y algo mareado, como todos los viernes, por lo que no estaba muy dispuesto a compartir con sus compañeras… como todos los viernes.

Aún después de esta escena balanceada, no quedaba mucho sino internarse en su cuarto, despojarse de la corbata, y el resto del disfraz de elegancia y circunspección; salir de la habitación algo encorvado, echarse en el sofá del estudio y saltar entre las decenas de canales de TV a disposición, para escapar de la jornada laboral  que recién acababa… que lo acababa.

Uno que otro comentario sin quitar la vista de la pantalla a Elizabeth, quien preparaba la cena y hacía comentarios apenas respondidos. Los monosílabos se habían apoderado de sus conversaciones hacía tiempo, dejando a un lado las expresiones de afecto, esos detalles que dejaban el buen sabor antes del sueño diario, de esos pequeños gestos que después de algún tiempo dejaban la impresión de estar ganándole la contienda a sus días.

Todo se había convertido en inercia agotadora las veinticuatro horas, de siete días, de doce meses. Pero no parecía haber salida a la mano. Cada cosa que soñó se hizo realidad y ahora había que enfrentar el almacén de logros ya empolvados, casi inútiles, dejando este desgano.

Después de un par de bostezos, Marco decidió irse a la cama, no sin antes pasarle la mano por la cabellera a su bebé y lanzar una mirada somnolienta y sin novedad a su esposa.

El desvanecimiento

En medio de sueños extraños, Marco daba vueltas en la cama. Se soñaba en una mezcla de risas y llantos que no podía controlar, en la que no podía llegar a un destino. Después de pocas horas de sueño, aún en la oscuridad y entre sobresaltos, Marco se levantó para ir al baño. Se lavó la cara, y luego de secarse quedó mirándose en el espejo. Algunas canas, las ojeras algo acentuadas, las nuevas arrugas que le formulaban nuevas preguntas acumuladas y que últimamente atentaban contra un descanso pacífico.

Con menos sueño se dirigió de nuevo a su cama, y entre las sombras y las luces de la calle, vio en su cama la figura de Elizabeth dormida, sin dejar de preguntarse con nostalgia qué había pasado, por qué ahora todo era distinto.

Al amanecer de ese fin de semana el reflejo de la luz lo despertó, como cada día libre, ya sin compañía en la cama. Sentía que no había dormido lo necesario, pero no quería quedarse en la alcoba. Se levantó con algo de dificultad, con una sensación muy extraña en las manos y en los pies. Sentía que los tenía adormecidos, como si hubiese dormido en mala posición.

Después de asearse y sentir el agua exageradamente fría, Marco salió de la habitación y bajando las escaleras, sintió una voz masculina que conversaba con su mujer y su niña en el comedor. Extrañado, se asomó con curiosidad para saber quién estaba allí tan temprano: Asombrosamente, le pareció su misma imagen, con la bata de baño, sentado en su puesto de la mesa, con su mujer a la derecha y su niña a la izquierda, como solían desayunar cada fin de semana.

No puede ser…

Marco, no dando crédito a lo que veía, sospechó inmediatamente que todo aquello seguía siendo un sueño. No había posibilidad en ese momento de despertar de aquel sueño, por lo que en una travesura se acercó a la mesa y se sentó en la silla que quedaba vacía.

La imagen del otro Marco al extremo de la mesa tomaba una taza de café mientras acariciaba la mano de su mujer. Según podía escuchar, y entre besos cortos, ambos susurraban al oído lo bien que les había ido anoche en la habitación. La niña, distraída, tratando de manipular su arepita, comía tranquilamente sin prestar atención.
Todo aquello parecía extremadamente real, con la diferencia de que había dos Marcos, y por supuesto, que el estado emocional de la pareja lucía excepcionalmente agradable.

Por un momento vio la escena con algo de melancolía, dejándose llevar por su sueño y disfrutando por unos segundos de los días del comienzo, cuando ese mismo cuadro se observaba cada día, cuando la pasión por estar con esa mujer encantadora lo distraía aún estando lejos. De aquellos días, cuando sólo pensaba en lo maravilloso de compartir con ella todos los logros del momento, de decírselos con apuro, de dedicárselos.

Pero el sueño no terminaba y Marco ya se sentía algo incómodo, por no poder gobernar este aparente truco de su imaginación.

Unos minutos más tarde, cuando su niña hubo terminado de comer, se levantaron de la mesa ante los ojos del fastidiado testigo. Él, el del sueño, recogía los platos de la mesa, mientras ella limpiaba las manos y la boca de su niña, quien ya se distraía con sus juguetes. El otro Marco se lavó las manos, y luego de secárselas, se acercó al lavaplatos, donde ya estaba esa bella figura femenina ocupada; la tomó por la cintura, y dándole dos besos en el cuello, le susurró al oído. Ella se viró y lo abrazó, propinándole un beso entre suspiros, entre nuevos deseos. Se tomaron de las manos y subieron silenciosamente por las escaleras hacia la habitación.

Marco se quedó en la mesa del comedor, en una especie de trance, en estado interrogativo, tratando de explicarse lo que acababa de presenciar. Esto no terminaba de terminar. Esta ridícula escena con él, pero a la vez ajena a él no llegaba a su fin. “¡Coño, y no amanece de una vez!”, pensaba entre ruegos y sensaciones todavía extrañas en sus extremidades.

El silencio llegó de nuevo al entorno y Marco decidió subir a terminar el inquietante sueño, durmiendo con su mujer, en su cama, en su habitación.

Ya sin sueño, pero con la intención de dormir, abrió la puerta de su habitación y se vio estremecido esta vez por una explosión de pasión desnuda, por una sucesión infinita de suspiros y gemidos, por dos vientres en perfecta cadencia, al apreciar a su mujer entregada a su propia imagen desde un nuevo punto de vista: como espectador.

A pesar de ser él quien estaba con su mujer, quien la hacía feliz entre besos, caricias, piel, la sensación de estar totalmente ajeno a ello le comenzó a causar desesperación. Resistiéndose a mirar, se acercó para interrumpir, para hacerse presente él mismo y terminar con todo aquello que ya se había convertido en pesadilla.

“¡Ya pues! ¡Se terminó!”, grito ante la pareja, pero no le escuchaban. Muy cerca de ambos, entre el calor y el sudor quiso apartar a su mujer de su amante, pero no pudo. Sus manos no llegaban a tocarla; ni siquiera podía sentir su calor. 

Marco no pudo evitar el llanto de desesperación y salió de aquel cuarto, en el que aquella pesadilla se perpetraba como una conspiración urdida en su contra.

En ese momento de confusión y desconcierto, Marco se sintió de nuevo extenuado. El hormigueo en sus extremidades lo hizo recostar en el primer escalón de bajar y se dejó caer. Se había desmayado.
-0-
Era casi mediodía. No supo cuántas horas estuvo allí. Por la intensidad de la luz que lo despertó, agotado entre sollozos, supo que habían pasado más que unas horas en aquel sitio. Las ganas inexistentes de moverse eran evidencia del miedo que Marco sentía de comprobar de nuevo que aquello ya no era un sueño. Pero era absurdo quedarse ahí, sin saber qué había ocurrido realmente, sin saber qué clase de problema tenía en su cabeza.

Con la pereza que da el temor, Marco se incorporó, se acercó a la puerta de la habitación, y sin querer asomarse, trató de escuchar cualquier cosa que ocurriese dentro. Después de unos minutos de titubeo y sin escuchar nada, asomó la cabeza por la puerta entreabierta y no vio a nadie. La cama estaba tendida; todo estaba en orden.

Secándose los restos de lágrimas dejadas por su pesadilla, bajó por las escaleras y recorrió toda la casa sin encontrar a sus dos mujeres. Miró el jardín por las ventanas, pero tampoco las consiguió allí. En el garaje sólo estaba el carro de Elizabeth.

Pasaron las horas del día y Marco continuaba solo. Recostado de la escalera, entre somnolencia e interrogaciones. A pesar de las horas transcurridas, no hubo hambre ni sed; ni siquiera ganas de ir al baño.
De nuevo se quedó dormido…
-0-

Llegó la noche de ese sábado en medio de la soledad, ya anestesiado de tanto pensar. Las horas siguieron su desfile y en silencio llegó el amanecer del domingo. Y llegó el sol, llegó el calor del día; llegó también el ruido de las familias vecinas armando paseos. Llegó la tarde con su silencio y sus pesadeces, y llegando la oscuridad, se escuchó el zumbido característico de su carro.

Corrió hacia la ventana y se asomó sin poder distinguir a sus mujeres. Se acercó a la ventana más cercana al garaje, y por entre la cortina se transparentaban tres figuras que se acercaban a la puerta. Se apartó de la ventana, y detrás de la columna, con la mirada perdida y mucho pestañar, esperó a que se abriera la puerta.

Pronto se despejaría aquella incógnita: eran su mujer, su niña y el espectro de sí mismo. Cuando entraban y colocaban los paquetes a un lado, entre guiños y sonrisas, Marco, aún con los ojos incrédulos, dando pasos de sonámbulo, se les acercaba como quien busca guiarse en la oscuridad.

“Mi amor, deja a la niña y ven a ayudarme a acomodar esto en los gabinetes”, escuchó decir a su mujer, mientras ella se dirigía a la cocina. Virando la mirada aletargadamente entre un lado y otro del diálogo de la pareja, Marco sintió que se desvanecía entre preguntas; sintió que no aguantaba la nueva escena de su familia sin él, perdiendo de nuevo el sentido.

Sí puede ser

Después de pocos días de vivir una y otra vez aquella visión terrible, la pesadilla se convirtió en cotidianidad dolorosa de un momento tras otro para Marco. La falta de hambre, sed; la falta de sensaciones físicas que se adueñaran de sí, poco a poco lo llevaron a una conclusión radical: “No soy yo aunque sí lo sea. Él es otro y se apoderó de mi familia a medida que yo no estuve: Él es el simpático impostor y yo no puedo hacer nada”.

Desde la escalera, su sitio inamovible de observación, veía la rutina diaria de su familia y su nuevo protagonista. A pesar de lo insólito de la nueva situación, no dejaba de ver el cambio del ambiente en la casa. La sonrisa de su mujer y lo apegada que estaba ella al coño de madre ese, poco a poco le dejaba ver que el nuevo Marco se parecía más a lo que él era hacía años, cuando todo era nuevo, cuando los esfuerzos para construir una familia no eran tales, cuando sólo habían placeres automáticos y sonrisas durante el sueño y el amanecer.

Con su niña, ni decir. El dolor de ver a la chica besar y abrazar a otro papá no cesaba y más bien prefería no verlo. De hecho, prefería no ver la mayoría de las cosas que ocurrían en esa casa.

Pasaban los días insoportables, pero paradójicamente inexorables y morbosamente vividos por Marco en su nuevo estado. En oportunidades se sentaba a observar a la pareja en el comedor, mientras se desarrollaban conversaciones entre ellos, en las que, principalmente, ella hacía reconocimientos al cambio de su esposo, a lo atento y comprensivo que desde hacía pocas semanas se mostraba; ella no paraba de alabar el nuevo ritmo que él había imprimido a la familia.

Por su parte, el espectro le contestaba con la mayor de las humildades, sin mucho aspaviento, con expresiones de dulzura, lo que complementaba en ella la pasión de algo con ese hombre nuevo, quien estuvo desprendido de su familia por mucho tiempo; como en estado hipnótico, buscando un quién sabe qué distinto de compartir el tiempo con ellas tal como lo hacía ahora.

Su niña, por otro lado, estaba disfrutando un patrón distinto de conducta en su padre: más amoroso, más orientador, más responsable. Seguramente la niña agradecía mucho más estos afectos que las migajas intermitentes del pasado.

La estatuilla

La mañana un sábado, su mujer se disponía a lavar la ropa de la familia. Reunió los dos recipientes repletos en el lavadero, y metiendo la mano en el bolsillo de un pesado pantalón, sacó la estatuilla que Marco había recogido aquella noche a un lado del camino.

Inmediatamente gritó a su esposo, el espectro, “Mi vida, ¿qué es esto que tenías en el pantalón de pinzas?”. El otro Marco, dejando el periódico, se acercó a mirar. Marco, como siempre desde hacía semanas, en su nube de invisibilidad y aburrimiento, dejó la escalera y también se acercó.

“Ah, eso”, confirmó el espectro. “Lo tropecé con el carro hace dos semanas y me lo traje”, dijo sin mucho interés, y después de un silencioso beso en el cachete, dio la espalda mientras decía a Elizabeth: “Ya me había olvidado de eso. Si quieres lo botas”.

Marco se volvía a su escalera de vigía, y al sentarse de nuevo con el pensamiento revuelto por cuadrar fechas, de hacer coincidir momentos, susurró: “¡La estatuilla…!”, y se quedó dormido de nuevo.

Planes para volver

No supo Marco cuánto tiempo había pasado desde que estuvo inconsciente, pero sólo pensó en una cosa: la estatuilla. La presencia de ese pequeño objeto coincide con la aparición del espectro en la casa; fue justamente la noche anterior al comienzo del episodio de el otro en su vida, en la vida de su familia, en toda esta pesadilla que lo tiene sentenciado a ser un verdadero fantasma en pena, inútil, infeliz, cerca pero lejos de sus dos seres queridos… de su vida.

“Si la presencia de la estatuilla comenzó todo esto, seguramente su ausencia lo terminará”, pensó sobresaltado, levantándose de la escalera. “Pronto todo volverá a ser como antes”, imaginaba mientras registraba el bote de basura, las papeleras, sin encontrar el objeto de su perdición.

Su mujer no había sacado la basura todavía, por lo que la estatuilla debería estar aún dentro de la casa, pero ¿dónde? Marco recorrió cada habitación, el estudio y hasta en los baños, pero no lo veía en ninguno de los basureros.
“Creí que la habías botado, mi vida”, escuchó en la sala. “No, mi amor, me pareció  bonita, exótica y la dejé ahí, de adorno”, dijo ella. Marco caminó hasta la sala y vio que se referían a la estatuilla, que ahora estaba en la consola del espejo, sobre un pañito tejido que su mujer le había dispuesto.

“Ahí está”, pensó Marco, “Sólo debo tomarla cuando no estén pendientes de ella y eliminarla para que todo vuelva a ser como antes”.

El espectro, por su parte, miró la estatuilla por unos segundos y le contestó a su mujer: “Chévere, mi amor. La verdad no está mal”, y por primera vez en todo ese tiempo, el fantasma volteó lentamente y fijó su mirada penetrante en los ojos de Marco, quien, sorprendido, ahora estaba aterrorizado, sin pestañar, sin respirar, a un lado de la sala, al pié de la escalera.

“Sabe que estoy aquí”, pensó Marco, “¡lo sabe…!”. Retrocedió unos pasos y se recostó de nuevo en la escalera que le  servía de refugio, mientras con extrañeza examinaba el nuevo escenario que tanto la estatuilla y su clon le descubrían ante sus ojos.

Para Marco era inevitable pensar que todo era una componenda sin autor conocido, pero con el objetivo de arrancarlo de su existencia, de su gente. Era fácil para él concluir que con la desaparición de los nuevos factores desaparecería también su inexistencia forzada, su torturador estado en pena, y en última instancia, su definitiva falta de propósito en esa vida.

Reflexión acerca de volver

Marco no escuchó más voces en la sala y se dirigió desde la escalera hasta la sala, donde la estatuilla adornaba su soledad. Mirando a los lados, se acercó, y cuando se disponía a tomarla, su misma voz, desde uno de los sillones de la sala, le dijo: “Imagino que ya sabes que la estatuilla es la causa de todo esto”. Espantado, recogió el brazo y se colocó frente a frente a lo que siempre consideró un intruso. Con algo de empeño, fijó su vista en aquella aparición que ahora le hablaba directamente a él. No pudo sino sentarse en silencio, al borde del otro sillón, con movimientos timoratos, sin decir una sola palabra.

“Imagino también que piensas descartar el objeto y así deshacerte de mí. Ahí lo tienes, tú lo encontraste: es tuyo. Eres libre de hacer con él lo que quieras”, dijo el fantasma.
Todavía tratando de gobernar el movimiento tembloroso de sus manos, Marco seguía escuchando lo que parecía ser, hasta ahora, la entrega del testigo a su dueño original.

“Pero debo advertirte una cosa, Marco”, dijo la entidad mientras clavaba su mirada en los ojos de Marco. “Si me eliminas y vuelves a tu casa, a tu vida, no podrás, de ningún modo, brindarle a esos dos seres lo que he logrado yo en estos días. Mi presencia aquí no era coincidencia ni una enseñanza o un entrenamiento para ti: Era para que supieras lo que habías dejado detrás de tu indiferencia, ya sin la posibilidad de volver y corregirlo”.

Recostándose cómodamente en el sillón, el espanto continuaba con su advertencia: “No estaba previsto que mi mujer…”. “¡Es mi mujer!”, reclamó Marco. “Ya no. Ahora es mía, como habrás podido observar”. Marco se recostó alterado en el espaldar de su sillón, mientras su aparición proseguía: “Por más que trates, no podrás ser lo que ellas necesitan. Por más inteligencia que presumas, nunca serás la pieza necesaria para completar la armonía en este hogar. Creciste entre novedades, entre emociones pasajeras, entre sensaciones efímeras de bienestar, entre logros demasiado palpables. Ahora no sabes qué hacer cuando debes construir otro tipo de edificaciones, unas fuertes de verdad, que soporten la carga de cada día, de cada hora sin que te resulte aburrido”.

 “Te concentraste tanto en el precio de las cosas, que te olvidaste de su valor. Dejaste a un lado las miradas, las sonrisas, los abrazos, seguramente porque te resultaban gratis; y por no ser un verdadero reto para ti, de esos en los que se obtiene un trofeo, una medalla, un reconocimiento público, pensaste que la vida aquí continuaría igual, esperando para darte y no para exigirte”.

“Pues bien, Marco, viste llegar el momento y no hubo ni una sola reflexión de tu parte acerca de lo que has dejado de aportar. No pasó por tu mente siempre ausente la riqueza cotidiana que echaste a la basura y que todavía, al día de hoy, no reconoces como necesaria.”

Marco escuchaba al espectro, ya sin miedo, ya sin temblor en las manos, ya sin los dientes apretados. “Llevas en tu mente sólo el mapa de cómo llegar a las cosas simples, palpables, saltando de una meta en otra muy distinta, como el niño en los asientos del autobús vacío. No eres capaz, a pesar de tu edad, de sentarte, descansar, apreciar el valor de lo que está vivo, ni siquiera siendo el centro de sus vidas”.

El espectro se levantó y se colocó enfrente de Marco. “Dime, Marco, si tú mismo fueses un objetivo en tu vida, ¿Qué valor te darías? ¿Valdrías la pena? ¿Valdrías el esfuerzo? ¿Celebrarías haberte obtenido a ti mismo como premio?”.
Agachándose y colocando la mano en el hombro de Marco, terminó el espectro: “De ser así, ¿Qué harías contigo el resto de tu vida?”

El desenlace

Marco, todavía sentado en su sillón, con una mirada triste y sintiendo el peso de las palabras de su alter ego, contestó susurrando, mientras se desvanecía para siempre en el aire que lo rodeaba: “Nada”.





¡Epa, Taxi!

De nuevo una mañana para levantar algo de dinero. De nuevo en el carro, lo encendía y comprobaba la suavidad que brindaba el motor después de una reparación mayor que me había colocado en dificultades económicas, todavía por resolver. Sonaba la emisora de radio de siempre, con música clásica para concentrar y aplacar los pensamientos a lo largo del día. El reloj marcaba las nueve y cuarto.

En dos años de taxista era más o menos lo mismo: esperar que bajasen las colas infernales de la ciudad para salir a pescar trabajadores rezagados y oficiosos relajados que salían a la calle después de las nueve de la mañana. En la tarde, tocaba concentrar el servicio en los minutos previos a la hora de salida, en los que los no empleados huían rápidamente a casa, evitando la avalancha de gente intoxicada de papel, pantallas y teclados.

Había pasado la noche pensando reiterativamente en la decisión por venir de la juez en el juicio que se me llevaba por plagiar un libro, cosa que era totalmente falsa, por supuesto, y que seguro era un malentendido originado por algún malandro del medio. Dos o tres elementos circunstanciales me tenían hasta el cuello en los tribunales una vez a la semana.

Después de que la aguja de la temperatura aprobaba el arranque del viejo y querido armatoste que me mantenía, coloqué la marcha y arranqué dejando la vieja casa de rejas azules perderse en el espejo retrovisor. Hoy debía conformarme con poco dinero (la tarifa mínima aceptable, que llaman), dado que tuve mala noche y el ánimo no estaba como para ser especialmente emprendedor.

Algo desubicado, no tenía la atención inicial en los clientes que estuviesen en las aceras solicitando mis servicios. No sé si alguno lo hizo, pero luego sí que me froté los ojos y comencé a barrer la calzada con la mirada atenta de quien necesita el pan de cada día.

Me pareció ver una anciana que miraba fijo el taxi, pero no se atrevía a sacar la mano. Disminuí la velocidad y pasé a su lado, pero sin respuesta; sólo me miró raro. En este punto del día, no importa mucho un aparente rechazo: ya caerá alguno. Después de desplazarme desde el oeste de la ciudad hacia el otro extremo, en búsqueda de las zonas residenciales, pasaba por esas paradas que usualmente albergan más de una decena de peatones.

De la pequeña multitud a la que le desfilaba enfrente con velocidad casi sensual para obtener de alguno un manotazo, observé una joven preciosa que se me quedó mirando, como aplicando un examen de admisión para poder entrar en el antiguo pero reluciente espécimen. No estaba nada mal toman algunos bolívares del bolso de tan agradable aparición. Cuando me disponía a frenar hasta detenerme, aquellos ojos maquillados se me despegaron y se perdieron en el cielo de un teléfono celular que comenzaba a cacarear.

Al dejar el reciente oasis de probabilidades, miré el reloj y supe que tenía casi una hora en órbita y nada que atrapaba los primeros churupos. Ya no era normal el comportamiento de los clientes potenciales, regados en cada acera, saliendo de locales y viviendas, de esos que necesitan un viaje rápido y preciso, sin trasbordos ni rutas maniatadas. No era normal que ni siquiera uno de esas decenas de patrocinadores de mi dieta diaria se haya dado cuenta de que le pasé por un lado.

Pero bueno, hay días mejores y peores que otros, y mal podría un trabajador de la calle ponerse a quejar o a tramar teorías complejas porque en dos horas no había cumplido con su primer encargo. Seguramente, en días buenos habría hecho la cuota diaria en el mismo transcurso, sin la pensadera fastidiosa de ese momento.

Preferí ir a almorzar a casa, esta vez sin mucha hambre pero sí con el propósito de, ¿cómo decir?, limpiar el ánimo y comenzar desde cero, como si hubiese dormido hasta el mediodía.

Después de deglutir una pastica con queso, pasada por un minuto de microondas, me asomé por la ventana, y entre sorbos de jugo de naranja, miraba hacia la calle, a los transeúntes que debía recoger en media hora. Pero aún quedaba tiempo para ello.

La acostumbrada siesta reparadora de veinte minutos vino a eliminar el mal agüero de la mañana. En medio de este nuevo respiro, salía por el patio y aterrizaba de nuevo en mi muy refrescante esterilla de conductor.
Con la palanca en “D”, comenzó la otra mitad de la jornada. Las redes se extendían por las aceras, entre los postes, en los jardines. Ya vendría nuestro cliente número ¡uno!, al que, por llegar cuando más lo espera la gerencia, tendría un descuentico de unos diez bolos… ¿por qué no?

Aún así, con toda esta tramoya montada en mi cabeza, lo único que entraba en el asiento de atrás era la brisa de la tarde. Los paradas pasaban, las cuadras pasaban; y coño, los minutos pasaban, y pasaban sin que apareciese el cliente primigenio. Y así seguía el desfile, las chicas, los ancianos, los ejecutivos, los maestros, los estudiantes, las religiosas y el resto de la sociedad miraba cómo pasaba enfrente de ellos sin obtener una respuesta decente, ¡qué vaina!

A eso de las cuatro de la tarde, no aguanté más. Casi en estado de desesperación, me detuve enfrente de un bar del centro, uno de esos que se utilizan como drenaje de los momentos difíciles. Tratando de calmarme por tan desgraciado día, me senté en la barra que daba a la calle y pedí una fría de las indicadas para la capa caída.

¿Qué pudo ser? ¿Qué cipote pasó hoy que no había pasado en dos años? No podía responder ninguna de las preguntas que se aparecían, y mientras libaba y libaba, menos preguntas y respuestas podían ser administradas. Al final, con la cuenta y media cerveza en las manos, dejé rodar la mirada casi perdida entre el hipo y el mareo, hacia el vehículo objeto del vejamen recién perpetrado. Lo miraba fijamente sin poder enfocar a la perfección en la oscuridad donde el noble corcel pacía. Era como preguntarle a él mismo, desde la puerta del bar, qué había pasado; y aunque no lo crean, me contestó.
Después de guiñar los ojos atentamente y darme cuenta. En medio de una mentada de madre no muy bien modulada ni muy firme, proferí la respuesta al enigma al momento: “¡El coño de su madre! ¡No puse el aviso de TAXI!”


La muerte ciega


Por allá, muy lejos…

En alguna latitud, muy alejada de cualquier signo de civilización, vivía Arcadio, un anciano trabajador de la tierra, que además criaba algún modesto ganado que levantó durante su vida en el campo. Arcadio no era casado; tuvo, si, algunas relaciones afectivas, pero ninguna que durase como para terminar su vida acompañado.

A pocos kilómetros, de allí, vivía Candelario, otro anciano con la misma suerte para las mujeres. Sin familia ni conocidos vivos, Candelario también tenía un pequeño huerto del que se servía sus necesidades en un clima un poco más cálido, además de unos pocos chivos y gallinas que le complementaban la dieta diaria.

Ambos hombres no se conocían, y cada uno presumía ser el único habitante de estas montañas. Las tierras donde ambos habitaban fueron abandonadas al pasar de los años, dados los largos períodos de sequía que enfrentaban, dejando sólo muy poco terreno para el retoño de algunas hortalizas y verduras, así como pasto para muy pocos animales.

Los días con sus mañanas de viento que barrían el patio bien temprano, antes de salir el sol, se juntaban con las tardes de calor seco que hacía a los ancianos arrimarse a la sombra, mientras terminaban sus pocos quehaceres, echándose en su hamaca o en su mecedora para hipnotizarse con el horizonte, que desde hacía años ya no tenía mucho qué decir. Era ya una vida frugal, orgánicamente suficiente, en la que los pensamientos y recuerdos sonaban más fuertes que la misma naturaleza.

¿Algo de AM?

El silbido o el tralaleo eran los acompañantes habituales fuera de la casa, durante la escardilla diaria, mientras recogían la maleza de los surcos recién sembrados; pero estando en sus casas, el radiecito era el que inundaba sus oídos y sus mentes, sus miradas por la ventana, sus reflexiones indecibles en la oscuridad. 

Cada anciano tenía un artefacto ya empolvado en una repisa, en una mesa esquinera, al que encendían al levantarse y apagaban al prever el sueño de nocturno. El detalle del aparato de Candelario es que sólo percibía una sola emisora claramente, porque la antena se había roto en algún momento, por alguna razón que ya no recordaba.

La soledad de ambos los hacía zambullirse en los transistores durante horas, escuchando música, programas de opinión, noticias. El asunto es que Candelario sólo podía escuchar una sola emisora, que de paso, era justamente en la que todo lo que se decía era bueno, y que nadie, en esa geografía, debía albergar inquietudes, miedos.

Por otro lado, Arcadio, aunque si tenía su radio en perfecta recepción, por alguna razón, sólo escuchaba una sola estación, y era la que destacaba los puntos críticos de cada aspecto de la sociedad.

El cuento corto

Ambos viejos tomaban lo que se les transmitía por la radio como la realidad de lo que pasaba allá afuera; total, ellos no podían constatarla personalmente, gracias a su propio sustento logrado con la producción de sus huertos. El poco dinero que guardaban parecía más fotos de un álbum olvidado, y seguramente, un tesoro que alguien encontraría después de sus muertes.

Candelario encendía su radio una mañana fría, como todas, y entre letras de su juventud, boleros y rancheras, escuchaba opiniones sobresaltadas en la que toda la situación de allá afuera parecía estar controlada por la tranquilidad. Las noticias llegaron a tener ya, para el viejo, un carácter imperceptible. Al empinarse su pocillo de café y sentarse a la orilla del zaguán, sólo se venían recuerdos de su vida moza, de lo que pudo ser y no fue. Las frustraciones se mezclaban con el dulce de las reservas de su alma, y con lo poco que había que emprender en los últimos años que quedaban por delante.

Candelario tenía la costumbre de escribir números en pedazos de papel que encontraba. Era como un mantra, como si cada uno de los guarismos significasen algo en particular. Después de rayar el papel durante algunos minutos, lo doblaba y lo ponía en una cajita llena de papelitos que tenía en su mesita de noche y comenzaba su día.

Arcadio también encendía su radio, y entre música más de este tiempo, podía escuchar cómo se acercaba el fin de su tranquilidad. Gente que sabía de lo que hablaba auguraban oscuros días por venir, y que nadie dejaría de sentir que los buenos tiempos pronto serían pasado.

A diferencia de la tranquilidad de Candelario al oír sus noticias, sus canciones, sus pájaros mañaneros, Arcadio comenzó a adoptar un estado de permanente alerta, en el que el miedo remoto se acercaba a hurtadillas. Cuando se asomaba con su taza de café por la ventana, sus pupilas no podían evitar alejarse verde y azul lejanos para pasear por encima de las montañas más cercanas, a lo largo de los caminos que conducían a su casa. Ya cuando tocaban los días de riego, era casi imposible no levantar la vista para constatar que no había nadie por allí, asechando su bienestar, y más importante, su vida.

Una mañana, Arcadio se despertó entre sobresaltos, temiendo lo peor. Seguramente fue un sueño atemorizante que logró poner en zozobra el temple de un viejo bien atestado y con claridad en las cosas, como se le había conocido durante sus años. A diferencia de Candelario, quien vivía en su propio mundo aislado, entre sus oficios y su cabeza, alejado de cualquier estímulo que lo alertase de los peligros de allá afuera, Arcadio si estaba, prevenido cada día por cualquier cosa que lo viniese a despojar de lo suyo. Su radio se había convertido en la herramienta necesaria para saber todo cuanto ocurriese y se enteraría, sin duda alguna, de cuándo estallaría el acontecimiento del que debía salir ileso, triunfante.

Una tarde, en medio del cansancio del trabajo en el huerto, un pensamiento se clavó en su mente. Mirando sus tierras, su ganado, su casa, y hasta el dinero que ya no necesitó desde hace años, decidió averiguar cuán cerca estaba la amenaza. En un reconocimiento del terreno cercano podría saber si dormir tranquilo en adelante o no. Al día siguiente, se terció su marusa con algunos bocados, y a lomo de mula echó a andar.

Candelario, por su lado, había comenzado su día habitual con el radio, el café y algo de escardilla. Los chivos andaban regados por los alrededores de la casa, arrancando los brotes mezquinos, pero suficientes para su desenfadada existencia. En poco rato ya vendría el jefe a pedirles algo de leche a las hembritas. Era la burbuja de siempre, la bendita miopía a la que llamaba vida.

Mientras, Arcadio se actualizaba con el nuevo aspecto del paisaje, aquél que dejó de ver hace tiempo y que ahora, algo más seco de lo que recordaba, iba quedando atrás. A medida que la mula avanzaba entre cabeceos y corcoveos, el viejo era presa de pensamientos casi épicos, de la defensa de sus posesiones, y no dejaría de participar en lo que consideraba la última batalla por la dignidad de la gente decente.

No tardó mucho el viaje de Arcadio por aquellos parajes montañosos, sin darse cuenta de una casita rodeada de rayas de huertos que había algo retirada del camino. Con un ataque de suspicacia, el viejo dirigió el camino para la casa, pensando que seguro tenía algo que averiguar allí.

Cuando faltaban cientos de metros, Arcadio se bajó de la mula y la amarró en un matorral. Creyó que si se acercaba en silencio, imperceptible para esa gente, se podría enterar de todo sin ser descubierto. Vio el pequeño huerto, que no se comparaba con el suyo; los chivos desperdigados por el patio, y detallando la humilde vivienda, se escurrió hasta algún rincón de la casa, donde pudo ver a Candelario limpiando unos granos que guardaría para la semana.

El dueño de la casa, sin saber, caminaba de aquí para allá y de allá para acá con la mirada de Arcadio en la nuca, quien necesitaba saber por qué este viejo no estaba en pié de lucha, por qué lucía tan relajado a pesar de lo que se venía encima; en ese momento se le antojó una sola razón: Él es de los otros, de los que están tranquilos por la causa contraria, porque todo les favorece… Él es el enemigo.
En medio de sus pensamientos, pudo escuchar la extraña emisora en el radio desvencijado de aquel viejo sospechoso de traición, y supo que era la misma estación, aquella que él no tragaba por inconcebible. Entonces no hubo duda alguna: tenía que actuar de inmediato.

Con el sigilo que le permitían sus setenta y seis años, Arcadio se acercó a Candelario por detrás y la asestó un garrotazo por la cabeza, haciéndolo caer de cara al suelo. Entre quejidos y casi sin vista, Candelario trató de buscar la causa de este carajazo repentino que invadió su casa, su espacio prístino. Aún con el garrote en la mano, Arcadio se acercó al cuerpo casi inmóvil del herido y le contó sus razones, el temor que sentía y la cruzada en la que se había imbuido y que nadie podría detener –incluyéndolo a él, como parte del adversario–.

Sólo en ese momento, a punto de morir por un segundo y más certero garrotazo, fue que Candelario supo en el error en el que vivió todo este tiempo. En ese momento y sin poder mirar a su agresor, fue cuando Candelario se pudo enterar del engaño, de las cosas malas que había ignorado acerca de la gente de allá afuera.

Extraña entrevista


El futuro empleado atendía a una variedad de ejecutivos sentados en la sala de su casa, mientras su dulce madre les ofrecía café y galletas. Cada uno de los personajes, entre 45 y 57 años esta vez, se miraban entre si y se frotaban las manos como nerviosos por lo que habría de venir en un rato.

Alberto, el joven que recién había renunciado y regresado de sus vacaciones para trabajar de nuevo, esperaba sentado en el sofá del estudio a que pasara cada uno de sus potenciales empleadores. Recién bañado y entalcado, se peinaba las cejas: total, uno de ellos sería su jefe en pocas horas.
–¡Mamaaaá, pasa al primero, por favor! – gritaba Alberto.
–Beto, no grites. Compórtate – le dijo Laura, con mirada pícara.

Después de unos segundos, la adorable señora hacía pasar a un hombre alto, calvo, catire, que se sacudía los restos de galleta de sus manos. Después de sentarse en la silla rígida que Alberto le señaló.
Alberto, abriendo una carpeta de grueso contenido, mirando de lado a lado como buscando sin encontrar, frunció el ceño y preguntó:
– Ud. es el señor…
– Esculapio, muchacho; Esculapio Schnitzer, de Plástico Jones, C.I.C.P.C.
Alberto, con un estilo muy vanguardista en eso de las entrevistas, se inclino hacia adelante y asestó:
– Esculapio, vamos al grano: Necesito trabajar en un buen sitio, que mantenga la estabilidad que he disfrutado hasta ahora–mientras señalaba el entorno–. Acabo de salir de una empresa que no valoró mi esfuerzo y mi dedicación, y ahora estoy en este molesto trámite de entrevistas. ¿Qué me puedes decir, Esculapio?

El señor Schnitzer, ya con gotitas de sudor en la frente y en el nié (el huequito entre la nariz y la boca), meneando el pié izquierdo y entrelazando los dedos, comenzó:
– Alberto, mira, yo tengo treinta y cinco años de experiencia supervisoria en esta empresa, y estoy seguro de que la nuestra será una buena relación laboral, cuidando, como dices, tu estabilidad y valoraremos tus esfuerzos y capacidades; no tengas duda de eso.
Alberto, descruzaba las piernas, y tomando una aspiración con expresión dubitativa, le preguntó a Esculapio:
–Mira, Schnitzer, ya yo he pasado por este tipo de cosas antes, por eso te agradezco que dejes de una vez esa retórica barata y me digas con qué problemas me encontraré en tu organización.
Esculapio, primero atónito por semejante solicitud, asentó los pies en el piso y respondió después de botar algo de aire:
–Está bien. Si eso es lo que quieres… mira, Alberto… ¿te puedo llamar Beto?
–No.
–Ok, Alberto, yo reconozco que a pesar del esfuerzo que hemos hecho en la junta directiva para motorizar la eficiencia en los niveles operativos, esto no ha dado los frutos que hemos esperado. Es así, como podrías encontrarte con falta de compromiso, de amor por el trabajo. Es sólo una posibilidad, Beto…
–Alberto.
– Si, Alberto, que no tengas los compañeros y supervisores que soñaste.
Esculapio, levantándose de la silla y acomodándose la falda del traje, y con cierta solemnidad, pronunció sus últimas palabras:
– Alberto (como buscando aprobación), te aseguro que podrás conseguir lo que buscas en nuestra corporación. Te prometo que haremos lo posible por corregir nuestras fallas, hasta hacerlas desaparecer. Nuestro objetivo es el bienestar para todos nuestros empleados, y claro, si queda, para nosotros, la Junta.
Alberto, todavía sentado, y mirando al espigado y enfluzao personaje, se levantó; y sin quitarle la mirada de los ojos, extendió la mano y dijo:
–Eso espero, Esculapio… Eso espero. Te estaré llamando.
Esculapio, casi haciendo una reverencia, caminaba hacia la puerta y luego desaparecía.

Alberto, haciendo una mueca de “qué vaina con esta gente”, se sentaba de nuevo y abría su laptop.
–¡Mamaaaaá! ¡Ven acá!
Laura entró de nuevo en el estudio, casi de puntillas y mandando a callar a su hijo:
– Pero Beto, ¿cuántas veces te voy a decir que dejes la gritadera? ¿Qué pasó?
– Mami, dile a los viejos esos que vengan después. Voy a revisar el Face.
–Sí, precioso–dijo, propinando un beso en la frente, y saliendo del estudio.

El Regreso de Atanasio


Arriba, en una colina, en una cabaña solitaria , vive Atanasio. Atanasio hace vida allí desde hace unos veinte años, cuando una situación crítica lo rebasó y perdió el control de sus circunstancias, menester que siempre estuvo invariablemente bajo su dominio.

Ya no más corbatas, no más chaquetas ni pañuelos. No más peinados, colonias ni yuntas doradas. La barba cana ya espesa que arropa su cara no deja ver la piel blanca, otrora curtida de neón y aire acondicionado, casi purificada por el aislamiento desde hace tanto tiempo.

Una mañana de esas que tomaba para levantarse y mirar por la ventana con su taza de café en la mano, mientras hacía malabares con un palillo de dientes, vio una camioneta negra inmensa que se acercaba a la cabaña. Hacía años que vehículo alguno se aproximaba a estos predios. Atanasio salió al pórtico de la casa y esperó entre el humo de su café recién colao. Después de un frenazo algo exagerado, y levantarse un polvero, salieron del vehículo tres tipos vestidos de negro y lentes oscuros… ahora impregnados de tierra.

“¿¡Atanasio!?”, gritó el primero de ellos, mientras se acercaba a los escalones de la entrada, sacudiéndose el polvo de la fina tela negra, cagándola más con cada palmada.
Atanasio, con todo el postín de los años que lo caracterizan, inflando el pecho se sacó el palillo de la boca y con gotas de café negro en las puntas de su bigote, contestó: “¡Qué va!”.
Los tipos de negro, ya parados enfrente y bajo el dominio visual total de Atanasio, se miraron entre ellos, y el segundo, adelantándose con su traje, ahora marrón terrón, le inquirió:
–Pero, ¿cómo? ¿No es Ud. Atanasio?
–No. Atanasio murió hace 20 años. Yo soy lo que queda de ese pobre ser.
–Entonces, ¿Si es Atanasio?
– ¡No! Ya le dije que Atanasio murió hace 20 años, y que yo era lo que quedaba de ese pobre ser.
Ante la firmeza de Atanasio, el tercero de los hombres de negro veteado de suelo, se acercó a los otros dos y les susurró algo. Los tres miraron a Atanasio por unos segundos, como escrutándolo, y luego de un instante, el mismo hombre se dirigió a él y le dijo: “En ese caso, señor, disculpe la molestia”.
Atanasio asintió como disculpándolos, se dio la vuelta con la parsimonia que lo vestía y entrando a la cabaña, cerró la puerta. “Esta gente…”, pensó mientras se sentaba de nuevo en la mecedora.
Después de algunos segundos solo, sorbiendo algo de café casi frío, escuchó que tocaban la puerta otra vez.
Atanasio, con la tranquilidad que permeaba de sus poros, se dirigió a la vieja y pesada puerta de cedro, y al abrirla, estaban agolpados los tres mismos tipos de negro tronco. El más tembloroso de ellos, apuntándole con su dedo a la nariz, exclamo: “¡De bolas que eres Atanasio! ¡Déjanos pasar!”
Atanasio, pillado en su desdeñosa travesura, se apartó y les señaló los rotos y empolvados muebles para que se sentaran. Los tres gorilas, mirando el mueble, mirando sus trajes ya sucios, se sentaron después exhalar un “qué coño…”.

Atanasio puso el pocillo en la mesa de madera rústica a lado de la mecedora, y retirándose el palillo de la boca, les inquirió: “¿Y entonces?”
–Verá, Atanasio, nosotros venimos de parte de la Corporación Equisyé –indicó el mayor de los de negro–. Nosotros venimos en representación de la junta directiva y accionistas del conglomerado.
–¿Y eso qué tiene qué ver conmigo? –Ripostó Atanasio, poniendo la taza en la mesa y retomando el malabar con el palillo ya astillado.
–Fíjese, ahora estamos pasando por una crisis generalizada en la corporación, y creemos que lo que falta es un estilo gerencial eficiente, pero a la antigua– expresaba vehementemente, mientras gestualizaba geométricamente con sus manos–. Actualmente nuestros gerentes son muy operativos, encimosos, se pierden en los detalles–agregó.

Mientras el hombre de negro hablaba, Atanasio, con espasmos mentales, recordaba sus tiempos de directivo, esos que dejaron una impronta en los ambientes ejecutivos, y que ahora este joven individuo llegaba a rememorar.
–Hemos perdido la noción de estrategia, de absorción de los comportamientos del mercado para poder navegarlos y acometer los nuevos desafíos.

En ese momento, el interlocutor de Atanasio levantó sus cejas, frunciendo el ceño y expresando falta de opciones, se inclinó hacia Atanasio, aseverando:
–Y por eso hemos pensado en usted, mi señor. Su fama lo precede como un profesional exitoso, que supo reestructurar y mantener varias empresas hace dos décadas con base en conceptos acertados, la que establece planes globales, la que controla y sigue, la que delega y confía; esa, de la que ahora necesitamos reaprender y asumir como necesaria.

Atanasio, con los ojos casi cerrados y haciendo un moño de la barba, suspiró: “Ajá, ¿Y cómo es eso?”
–Queremos que se nos una, Atanasio. Lo necesitamos en nuestras filas, ¿Qué dice?
Atanasio, en medio de un rictus inamovible, quedó en silencio mientras mascaba la mitad del palillo. Su experiencia corporativa anterior había sido desastrosa. A pesar de sus éxitos, lo que desconocían sus admiradores empolvados era que su impecable estilo había despertado las más mordaces envidias y enemistades.

Se puede pensar que es normal que quien logra el éxito sea atacado, pero no como lo hicieron con Atanasio. En medio de sabotajes y descréditos, entre humillaciones públicas y el abandono de su equipo de trabajo, la vida en la torre se hizo imposible, ocasionando el estallido emocional que produjo la actual situación cuasi ermitaña de Atanasio.
–No puedo – asestó Atanasio con un gesto definitivo, cruzando las piernas, los brazos, las cejas; mientras escupía el pedacito de palillo que pululaba entre caninos ya amarillentos.
–Pero, ¿por qué? Nos someteremos a sus condiciones, cualesquiera que éstas sean, mi señor. No escatime en exigir. Si quiere, nos podemos retirar y volvemos luego –dijo el suplicante ejecutivo, dejando una tarjeta de presentación en la mesa de Atanasio.
Sin mediar palabra adicional, los tres pingüinos salieron del recinto al ostentoso vehículo, mientras llamaban por sus celulares con mucha diligencia y desapareciendo entre (adivinen qué) el polvo del camino.
– 0 –
Después de dos meses de intensa reflexión, de pesadillas superadas y cierto renacimiento de la esperanza de operar de nuevo, allí estaba Atanasio, en un inmenso sillón de cuero de algún desafortunado y fino animal, en una flamante oficina de doscientos metros cuadrados. Era su primer día de trabajo, luego de una serie de visitas fastidiosas pero certeras de los hombres de negro a su montaña, rogándole que se integrase al grupo.
Tal como lo hacía en la cabaña, se levantó con su viejo pocillo de café (una de las condiciones impuestas para volver), mirando las agujas de los rascacielos del derredor, pequeños en comparación al de la torre de la corporación a la que aceptó prestar su ayuda.

En una de sus miradas perdidas frente a la pared de cristal, observaba el rostro pulcro, aseado, totalmente afeitado. Envejecido, pero con cierta majestad arropada de plateado. Los párpados algo caídos, ya no eran los del joven y exitoso ejecutivo de hace veinte años, pero aún así, con la sabiduría inconmensurable que lo trajo de nuevo aquí.

Se acercaba la presentación de Atanasio a la alta gerencia, a quienes debía plantear su bien conocida estructura de gestión; esa estructura a la que nadie quiso meterle el pecho, cual papa caliente, por no saber cómo arrancar.

De pronto, se abrieron las dos inmensas puertas de madera torneada y apareció Almeida, el más incisivo de los hombres de negro. Con una leve sonrisa se le acercó y le dijo:
–Listo, Atanasio, vienen subiendo los gerentes generales y de área de las empresas. Por favor, siéntate a la cabeza de la mesa– le dijo, señalándole el lugar y dándole una palmada en el hombro–. Por cierto, te ves muy bien. Cualquier cosa que necesites, me haces una señal y me acerco. Estaré por aquí.
En pocos segundos comenzó a entrar el personal ejecutivo del grupo. Eran jóvenes. No parecían promediar más de cuarenta años. La imagen de aquellos jóvenes trajo al recuerdo de Atanasio, parado detrás de su silla, los años en los que aprendió el grueso de su bagaje de habilidades supervisorias y directivas. En un vistazo a cada uno, al brillo de sus ojos, se transparentaba la pasión juvenil por mantener una gestión brillante; pero la verdad es que no había resultado, y era justamente por eso que Atanasio estaba allí.

Una vez sentados todos, siendo Atanasio el último, Almeida se levantó de su puesto e hizo la presentación correspondiente.
–Buenos días, señores. Como se les notificó por escrito, desde hoy tenemos al doctor Atanasio Bustillos como nuevo presidente del Grupo. Como sabemos, el ciclo de nuestro apreciado Dr. Córdoba se ha cumplido. La coyuntura por la cual lo tuvimos al frente durante estos años se fue superada con éxito, y ahora necesitamos un reimpulso de la operación desde las fases previas a la operación. Por eso, el Dr. Bustillos volvió de un largo retiro y nos orientará en adelante, en este nuevo ciclo de estabilización en el replanteamiento de las directrices medias del Grupo– dijo señalando a Atanasio, quien lo miraba fijamente, con un poquito de fastidio.

Atanasio, quien no estaba entre multitudes desde hacía demasiado tiempo, imaginando que tenía su palillo entre los dientes, sintió el crujido social del que vuelve a rastras.
–Buenos días, a cada uno –aclarando la garganta–. Ya Almeida les hizo el resumen del porqué de mi presencia entre ustedes. No me extenderé en discursos o detalles –dijo con aire renovado–. Ustedes si lo harán: Necesito sus curricula y un informe de sus gestiones en los últimos dos años. Es todo por ahora. Se pueden retirar.

Almeida, casi espantado de lo parco de Atanasio, se levantó entre los ejecutivos que salían del salón y se le acercó.
–Caramba, Atanasio, creí que debería ser más diplomático, más político en su discurso de presentación. La verdad no sé qué efecto pueda tener sobre la confianza inicial de los ejecutivos.

Ahora sí, Atanasio, sacando un palillo de su billetera, y con los mismos ojos del barbudo de la colina, levantó las cejas y asestó:
–¿Ah sí? ¿Y qué es esto? ¿Un jardín de infancia? ¿El paraíso de las soft skills? Mira, Almeida, tú me trajiste con un propósito y a eso vine. Yo no vine a acariciar a nadie, y menos a gente que lo que ha hecho es tirar tu empresa a la basura.

Almeida bajó la mirada, y regresándola, le dijo:
–Espero que todo salga bien, Atanasio. Familiarízate con las herramientas. Te enviaré a un instructor para que te actualice en el manejo de la tecnología: Internet, correo, procesadores de texto, planeadores, etc. Cualquier cosa que necesites inmediatamente, se lo pides a tu secretaria.
Almeida salió con cara de caramba, dejando a Atanasio en su sabana de oficina, rodeado de obras de arte, estatuillas y artefactos de museo que seguramente (pensó Atanasio) los ejecutivos de esta época necesitan para trabajar.
– 0 –
Allí estaba Atanasio, enfrente de Almeida. Después de un centenar de reuniones; entre infinidad de papeles revisados, entre el cansancio de haberse enterado de cada detalle. Con trago y medio de whisky encima y el palillo partido. Con una cara de fastidio que no la brincaba un venao, Atanasio se incorporó sobre su espaldar y mirando hacia la ventana, se dirigió a Almeida:
–No puedo.
–No puedes… ¿no puedes qué?
–No puedo hacer lo que me pediste hacer. Recuperar el grupo en el tiempo previsto.
–Tienes que estar jodiéndome, Atanasio– se levantó Almeida–. Tú te comprometiste. Hemos invertido mucho tiempo y esfuerzo en este diagnóstico. Prácticamente hemos puesto todo de cabezas por tus disposiciones, ¿y ahora me dices que no puedes?

Almeida se agarró la cabeza y después de zigzaguear enfrente del escritorio de Atanasio, se arrimó a la panorámica con la respiración alterada. Después de unos segundos de mirada perdida en el muelle, Almeida volvió a sentarse, y tratando de conservar la calma, preguntó:
–Dime si te puedo facilitar algo que te ayude a poder con todo esto. Dime, Atanasio, yo estoy dispuesto a todo, pero no me dejes el plumero, vale; no me hagas esta vaina.
Atanasio, inamovible, siguiendo sólo con las pupilas cada movimiento y berriche de Almeida, y con cara de “¿ya terminaste?”, se levantó, y aterrizando la mano sobre el cerro de papeles como si estuviese “barajando” en dominó, echó a caminar por la oficina mientras le miraba pipí al angelito esculpido mientras estructuraba su respuesta.
–Hace veinte años –dijo, bajando la mirada hacia Almeida– las cosas eran definitivamente distintas, Almeidita. Ahora llego aquí, miro los papeles, entrevisto a los ejecutivos y te veo desacomodado sin saber qué hacer con algo que fundaste. No pretendo hacerte un diagnóstico instantáneo, pero aquí no hay identidad de empresa. Aquí lo que tenemos son un grupo nervioso de islas de ego para los cuales se inventaron cargos, dependencias, sucursales. La Empresa les sirve y no al revés; la Empresa parece tener el deber de hacerlos sentir muy bien a cambio de muy poco, mientras el agua les sube al cuello. No hay procedimientos ni documentación que funcione en las áreas operativas, lo que hace que en el Grupo no se haya creado personalidad corporativa, por lo que está a merced de cada cristiano que rota por las áreas. Y como esto luce de esta manera, no se crea compromiso, no hay dolor por lo que ocurra. Existe la enfermiza ilusión de que fallen cuanto fallen, el logo que amamanta siempre estará a flote. Mientras tanto, tienen oficinas como esta; andan por la ciudad ostentando beneficios incondicionales y restregándole al mundo una supuesta capacidad extraordinaria para idear grandes proyectos, mientras lo que hacen es poner la cagada a cada momento.

Desde detrás de Almeida, todavía sentado y compungido, Atanasio despeinaba al ejecutivo, mientras concluía:
–…Y así está la vaina, Almeidita. Al menos deberán cortar dos generaciones de cabezas en tu grupo para que las cosas vuelvan a ser, como yo diga, sino como te sirvan. Así que yo me voy a mi rancho en el monte, lejos de esos petulantes, y mira, si te sirve de algo, me puedes visitar.
Recogiendo el diario del día, y mostrando una caja de palillos a Almeida, le preguntó:
–¿Puedo?
–Si, por supuesto– contestó a Almeida, mientras, mirando al muelle con los ojos vidriosos, escuchaba alejarse los pasos del que fue su última esperanza.