jueves, 11 de octubre de 2012

El porqué de la promoción de Eusebio


Con las manos en la frente, el muy enojado dueño de la Empresa abre los ojos y grita:
-¡Qué vaina!... ¡Eusebiooo!
El humilde mensajero aparece por la puerta de la oficina del jefe y se para enfrente del escritorio, con cara de extrañeza.
-Diga, señor.
-Coño, Eusebio, de verdad que la cagaste esta vez. No puedes seguir trabajando con nosotros después de lo que hiciste. Lo lamento de verdad, pero tu negligencia me obliga...
-Pero, cónchale, ¿qué hice?
-Ah, ¿no sabes? Te lo voy a repasar: le entregaste la carta a quien no era y se armó el peo. ¡Ahora no sé qué hacer!
-¿Qué sobre? ¡Si yo lo que entregué fue una caja, creo que con la impresora; esa que desapareció misteriosamente de la tienda de su mejor amigo!
-Ejem... ¡No importa! La otra vez le llevaste una propuesta a Amanda Gámez, en lugar de a Armando Gómez, ¡y resulta que estaban compitiendo por la misma licitación!
-¡Eso es falso! Yo llevé el paquete al sitio indicado en el sobre. Es más, le tuve que decirle a la señorita Amanda, en otro de los viajes, que todo era un malentendido, y que más bien usted estaba muy interesado en conocerla mejor. ¿Por qué cree que luego aceptó salir con usted y Dios sabe qué pasó después en su apartamento de la playa?
El jefe, con la cabeza hacia el suelo, mira de reojo a Eusebio.
-Estem... pero aquel día faltaste medio día al trabajo y no avisaste. Eso si no me lo vas a negar...
-¡Por supuesto que avisé! Yo notifiqué oportunamente a la secretaria, como usted instrucciones había indicado. Lo que pasó fue que usted despidió a la secretaria, dicen por ahí que por pasarle a su amante en plena reunión con su esposa, a quien siempre le digo lo buena gente que es usted.
Devolviéndose del ventanal, como halando algo de su mente se le quedó mirando al mensajero, lo apuntó con el dedo y titubeando le dijo:
-Pero... pero... ¡ajá! Esta vez sí: La tarde aquella que te fuiste del trabajo sin decir nada, sin emergencia familiar ni nada. ¡Es más! Te vieron salir de aquí con unos tipos bien sospechosos... seguro tus amigotes, claaro.
-...Ahora sí es verdad. ¿Sabe una cosa? Esos tipos eran de la policía y lo venían a buscar a Ud. porque alguien de la oficina lo sapeó dizque tenía unas cajas con dólares en el escritorio y yo los llevé a un sitio lejos diciéndole que Ud. estaba fuera del edificio en ese momento. Así que más bien lo salvé.
-¿Ah? Ehm...
Levantándose de su silla y colocándole la mano en el hombro al mensajero
-En dos platos, Eusebio, quiero decirte que... que... que me siento muy complacido de tenerte como Gerente General de la Empresa... ¡Felicidades, amigo mío!


jueves, 6 de septiembre de 2012

Valla, valla...


Con la mano en el hombro de su jefe cabizbajo por los problemas financieros de la empresa, Hans intentaba inyectar nuevos bríos al dueño de aquel imperio de los tempranos años del siglo veinte.

-Mira, Karl, no te estés preocupando por ese bajón que experimentamos este trimestre. No creo que signifique que vamos al sótano, ni nada parecido. La gente confía en nuestros productos; sólo hay que mantenerlos interesados, pendientes.

Eran varios años los que habían estado estos dos hombres, hombro con hombro, uno dirigiendo aquel aparato genial de hacer dinero, y el otro como medio de apoyo en las decisiones, en las ideas tácticas que harían de las ocurrencias del jefe, un exitoso garrotazo al mercado.

-Hans, es algo impactante, no puedo salir del susto que me causa ver que los zapatos no se vendan en la magnitud que se venía proyectando. Entiende, algo pasa y no tenemos idea de lo que es –asentó vehemente el amable empresario-. La competencia está remontando y dicen por ahí que en algunos sitios sus ventas se burlan de las nuestras. Prefiero no saber –dijo sacudiendo la cabeza y mirando por la ventana.

En ese momento, el presidente, cargando con sus temores sordos, se levantó del sillón y desaparecieron detrás del golpe de puerta que dejó a Hans sólo, acomodándose en la poltrona preferida, frotándose los dedos, como tratando de sacar una solución urgente de sus manos inquietas, pero nada.

Amaneció Hans sobresaltado ese otro día del mes: se le había ocurrido una idea, algo que podría ayudar a aumentar las ventas de la empresa en algún grado, al menos en alguna minucia que aportara bienestar al ánimo de Karl, aquel hombre que se lanzó una aventura con el riesgo de quedar en la ruina, en el mayor de los ridículos ante sus detractores de siempre.

Entreabriendo la pesada puerta de madera finamente tallada, y sin mirar hacia adentro, preguntó con el respeto de siempre:

-¿Se puede entrar?
-Sí, Hans –respondió Karl, con voz amable, pero ausente.

Hans, con la emoción de la nueva idea, se sentó al borde de la poltrona, y afincando la mirada brillante en los ojos de quien lo miraba con las cejas ligeramente levantadas, elevó sus manos para dibujar en el aire:

-Karl, se me ocurrió algo que puede ayudarnos. Escucha.

Karl, quien reposaba en su sillón, inclinado y mirando algunas notas trasnochadas, se recostó en el espaldar y extendió su silencio para dejar hablar  a su asistente.
-Fíjate: anoche, mientras estaba descansando del día de trabajo, después de la cena, estuve pensando en alguna manera de sacar adelante la empresa y se me dibujó clarito, lo siguiente.

Hans se recostó en la poltrona y miró hacia el techo con los brazos extendidos, como abriendo el telón de una nueva historia.

­-Karl, vamos a imprimir nuestro símbolo en las ropas de la gente, como si les perteneciera de otra manera. Imagina nuestro querido garabato en las chaquetas, las camisas y hasta en los pantalones que usarán los ciudadanos mientras muestran sus prendas en las calles, cuando vayan de paseo, en sus reuniones de trabajo, de familia.

La madurez del empresario no atinaba a enganchar aún con las frases de novedad alborotada que se le presentaban en este momento. Miraba a Hans, volteaba al ventanal, golpeaba su carpeta con los dedos. Guiñando en desaprobación, Karl se acarició la barbilla con la mano y planteó con incisión:

-Sí, Hans, pero ¿cómo es eso de llevarlo por las calles? ¿Por qué nuestra sociedad, con su manera de ser, de actuar, en la que el nacionalismo y la familia son su primera prioridad querría vestir un símbolo que ni es familiar, ni es nacional, sino el dibujo que se nos ocurrió a ti y a mí para ganar dinero y fama?

-Coño, Karl, los tiempos han de cambiar. Yo pienso que esto de las empresas familiares, de valores definitivos, de esclavitud a las virtudes humanas se agotará en tiempos de tecnología y dejará muy pronto de rendir la rentabilidad que nos hemos planteado en la Empresa; y hay que tomar un rumbo innovador, distinto, efectivo, que nos saque de esta depresión –afirmaba Hans con la convicción que iba ganando a medida que elaboraba-… ¿o prefieres ir a la quiebra?

Karl, algo impactado, pero todavía sin hacerse a la idea, no dejaba de gestualizar con los labios, mientras escurría su mirada por entre las paredes.

-No lo sé, amigo mío –decía con cierto escepticismo, mientras evitaba la mirada de su asistente-. Siento que corremos el riesgo de quedar en ridículo, como faltos de respeto, y no voy a permitir que eso ocurra después de tantos años de esfuerzo, después de haber ganado la imagen de tradición y respeto que ahora ostentamos.

Pero Hans no se daba por vencido. Su idea le parecía buena y haría lo posible para que ésta calase en la cabeza de su testarudo jefe antes de perder las propias fuerzas. Como si su mano abierta halase a la razón, Hans golpeó el escritorio con la emoción creciente que venía en aumento:

-¡Karl! ¡No seas pesimista! –exclamó Hans ante la cara sorprendida de su mentor de tantos años-. No hay duda de que el ser humano, ante la crisis de identificación, de desarraigo a sus raíces, proyectará sus preferencias hacia lo más general, lo que más se guste en público, lo que conforme mayores grupos de preferencia; lo que más le apruebe a él y a su círculo familiar ante grupos de interés: está de anteojito. Mientras más te hablo de esto, más me convenzo de que así somos, y que en pocos años habrá miles, millones de personas vistiendo nuestro nombre, inflándose de orgullo, diciendo que pertenecen a ese grupo que reconoce lo bueno, lo mejor.

Karl, con mucha duda en sus ojos, no terminaba de acoger lo que le decía Hans. Sin embargo, después de rascar su cabeza en un gesto de aceptación, se recostó de nuevo en el espaldar y acotó:

-Mira, Hans, la verdad es que no me enamora mucho tu idea, pero veo tanta seguridad de tu parte, y no teniendo más opciones de la mía, le doy el visto bueno a tu planteamiento.

En un gesto casi de derrota, el presidente, atrapado por su misma falta de visión del futuro, se inclinó hacia su interlocutor, y apuntándolo con su mano, susurró:

-Haz lo que consideres necesario para sacarnos de la crisis. Instrumenta tu loca idea, aunque no creo que resulte: Nuestra gente tiene la suficiente estima como para andar por esas calles, en grupos entusiasmados, como si fuese cada uno de ellos un anuncio de propaganda comercial del que, ni siquiera, obtendrán beneficio alguno... ¿No te parece estúpido?

sábado, 1 de septiembre de 2012

Carta a Ramón, mi ejecutivo favorito



Buenos días, Ramón. Mucho gusto, de verdad... no sabes cuánto.

Ramón, la verdad es que necesitaba escribirte porque he estado viendo cosas bastante extrañas en tu comportamiento. Yo sé, por supuesto, que tú sabes cuál es cada una de ellas, pero me interesaban más las que tienen que ver con la gente que te rodea. He notado, desde mi nube gris, Ramón, que estás haciendo presiones más allá de lo permitido. Y déjame decirte: a mí también me gusta asomarle el sustico de vez en cuando a unos cuantos; y fíjate que ha dado buen resultado: No lo vuelven a hacer más.

Yo entiendo que ese bicho que tenemos en la cabeza y que nos empuja a imponernos, a obligar al resto a admitir que somos superiores, nos produce tal placer, tal logro, que quiero practicarlo contigo. Es de todos los libros y cuentos sabido que existen algunos complejos, algunas soledades, algunas faltas de correspondencia que coño, vale, nos hacen actuar de una manera, por decirlo elegante, excéntrica. También se podría inferir, Ramón, que tu conducta de presión indebida es consecuencia de maltratos recibidos -y causa de otros por recibir, Ramón-. Pero eso es otro tema.

Es interesante, sin embargo, el tipo de presión que usas tú, que como niño acomodado tiene para con el resto. Imagino que no duermes pensando qué harás mañana, cómo lo harás; de cómo imaginas el efecto de lo que harás en tu derredor. Pero como lo habrás vivido, Ramón, no todo sale como quieres. Hay cosas que se te escapan porque no eres bueno en lo que haces, y estás lejos de serlo; siempre dejas huecos observables, que te dejan en evidencia. Deberías avergonzarte de las lágrimas ajenas, Ramón, de los malestares ajenos, sobre todo si son causados por ti... Ramón.

Sólo quería dejarte el mensaje de que ambos compartimos ese gusto por el poder, pero en mi caso no es tan elegante y pueden surgir algunas cosas que se salgan de control, así como se te han salido a ti. Por eso, Ramón, te prevengo. Quiero ser tu mejor mentor en estos momentos en eso de ser superior a los demás, y decirte que si no lo vas a hacer bien, mejor no lo hagas: quedas mucho en ridículo y hasta podrías ser blanco de chistes, quedando el sumo funcionario como el hazmerreír de sus súbditos malogrados.

Te dejo por un rato, Ramón. Te seguiré observando, pero esta vez si te estaré notificando mis observaciones, y ¿quién quita?, nos podamos conocer pronto para conversar con todo el placer que la ocasión amerita.

Saludos, Ramón.

Alguien que, por razones obvias, no te puede admirar.

jueves, 30 de agosto de 2012

Entrevista con el sádico


Ya estaba lista para tomar el metro. El andén estaba repleto. Seguro me iban a arrugar el vestido que escogí para mi entrevista de trabajo de hoy. Aún estaba esperando por el resultado de dos entrevistas previas y no pensaba parar de intentar hasta conseguir algo que me gustase;total, no debería haber mucha dificultad para una joven profesional de 27 años.

Se detuvo el tren, abriendo sus puertas enfrente de mí. Salieron quienes llegaron y llegó el consabido estrujón de acomodo en el interior. Como es normal, el vagón era un amasijo de perfumes, murmullos y comentarios de poca monta. Miré a un lado y al otro y no había espacio dónde distender la presión en la que quedé, cosa que ocurriría dos o tres estaciones más adelante, cuando el zarandeo haría emparejar el cúmulo de transeúntes.

Respirando ya con calma, dejé colar la mirada entre la gente hasta llegar a una pareja que se besaba en ese momento. Ella, una linda joven, vestida de formalidad y pelo negro, aceptaba caricias furtivas de aquel hombre que rasgaba la madurez, y que, mirando a los lados con picardía y disimulo, tocaba con el revés de la mano el pecho y el pompis de la muchacha. Ella, en una mezcla de vergüenza y travesura, sonreía pelando los ojos, como advirtiendo: “¡nos van a ver!”.

Semejante bochinche permaneció durante varios minutos, y no pudiendo ocultar mi molestia por tal trastada en público; ante esa barbaridad que debería estar reservada para la intimidad, sólo esperaba que el tipo me mirase para torcerle los ojos en señal de desprecio. Afortunadamente, y ya para librarme ese antro de desvergüenza, llegué a mi estación; y mientras trataba de concentrarme en anticipar las cuestiones a responder en la próxima sesión laboral, tomé la escaleras mecánicas hasta la salida de la estación.

Una vez en la acera, fijé mi mirada en la inmensa torre a la que debía ingresar y presentar mi currículo. “Buenos días, señorita”, saludé a la recepcionista, “Vine a la entrevista de las 8. Aquí están mis papeles”. Con una sonrisa de mentira, la rubia tomó mis papeles y, según pude ver, escribió algo en el chat de su computadora. “Tome asiento”, me indicó. “Ya vienen a buscarla”.

Pasaron muy pocos minutos antes de que una señora entrada en años, alta y de muy buena presencia, saliera del pasillo repleto de pinturas al óleo: “¿Es Ud. la señorita Amanda Rízquez?”, preguntó. Asentí con la cabeza mientras la saludaba con la mano. “Pase por aquí”, me conminó, mientras me conducía a la sala de reuniones. “El licenciado Pacheco la atenderá en breve. Tome asiento que él sabe que Ud. está acá”.

Me senté en la más cercana de las quince sillas de aquella mesa pulida que llegaba hasta pared de cristal, desde la que se dejaba ver la ciudad. No aguanté la curiosidad de asomarme y me levanté enfrente del vidrio, sintiendo algo de vértigo ante la inmensidad del paisaje urbano.

“Buenos días, ¿Señorita Rízquez? Siéntese, por favor”, escuché desde detrás. Dejando las azoteas de los edificios vecinos, viré la cabeza hacia la entrada de la sala, donde la mitad del cuerpo del Sr. Pacheco se mostraba de espalda, mientras le daba una última instrucción a su secretaria y me hacía señas de esperar. Me senté cerca del ventanal, mientras ellos terminaban de hablar.

No recuerdo haber recibido una sorpresa parecida desde hacía muchos años. Cuando el susodicho Sr. Pacheco me dio la cara, con sonrisa y todo, con palabras que no atinaba a escuchar, descubrí que mi potencial empleador era el desvergonzado que venía en el metro, manoseando a aquella muchacha.

No escuché el saludo. No escuché las primeras de sus preguntas, seguramente relacionadas con un café o con el viaje a la oficina. Estaba yo estupefacta por la mala jugada del destino, mirando a aquel despreciable tipo que profería frases sin sonido, mientras él mismo comenzaba a notar que yo no le prestaba atención.

“Srta. Rízquez... ¡Srta. Rizquez!”, me inquiría mientras miraba en el fondo de mis ojos a ver si encontraba a alguien. De repente desperté de la andanada de asco que me invadió y comencé a escuchar sus palabras de inquietud: “Srta. Rízquez, ¿Qué le pasa?... ¡Matilde, trae agua por favor!”. En sólo segundos, entró la misma señora de hacía un rato, preocupada, con un vaso de agua y servilletas en sus manos.

Digerí la escena y traté de componerme de la manera más elegante y menos comprometida posible. El despreciable pervertido, con sus ojos claros y sus cejas excelentemente arregladas me ofrecía el vaso con agua mientras maromeaba en el borde de su silla. Tenía dos pensamientos recurrentes en mi mente atribulada: (1) esta corporación era una excelente oportunidad para mi carrera, para destacarme como miembro de esta firma, y (2) cómo podría yo trabajar para alguien con tan reprobable conducta. Dada la disyuntiva, decidí seguir adelante con la entrevista y luego, en el camino, tendría más calma para decidir si desechar la oportunidad o no.

“¿Está mejor?”, me preguntó una vez más. Tomé el vaso con agua y con una sonrisa nerviosa asentí y comencé a beber. “¿Qué le pasó? ¿Está enferma?”, preguntó con preocupación. Yo sabía que no podía aducir enfermedad, sobre todo si estaba en una entrevista de trabajo. Por supuesto, tampoco podría decirle: “No, chico, la verdad es que me dejaste timbrada cuando supe que tú eras el sádico del metro”.

“No. Lo que pasa es que tengo un familiar enfermo y eso me tiene bastante trastornada. Por favor, discúlpeme”. No sé si se tragó el cuento, pero al menos se incorporó en su asiento, recostándose con más tranquilidad en el espaldar. Tomó mis papeles y mientras los ojeaba de arriba abajo, me dijo:

-Bueno, me alivia que se haya repuesto de su trance temporal. Retomando la entrevista, Srta. Rízquez, estuve revisando su historial y aparentemente, a pesar de su corta edad ha logrado usted acumular la experiencia necesaria para el cargo que debemos establecer en la Gerencia. No sé si se haya enterado por los periódicos, pero estamos en un proceso de reacomodo, de reestructuración de nuestras empresas y necesitamos una persona joven, capaz y comprometida con los objetivos que la presidencia se ha trazado. Esta es una corporación con amplia tradición en el país y debemos ser cuidadosos es eso de conservar la imagen, Ud. Sabe (...)”.

Cuando nombró lo de la imagen, se vino de nuevo a la mente el momento en el vagón, cuando este “Ejecutivo” perpetraba lo que podría ser, según mi formación, un crimen. Mientras Pacheco conversaba en un lenguaje impecable acerca de la corporación, gesticulaba con mucha simpatía, moviendo sus manos excelentemente formadas, dibujando esquemas en el aire. Si no lo conociera como lo conozco, diría que es un hombre respetable y hasta encantador; pero ya lo conozco: es un asqueroso.

Yendo y viniendo entre la explicación de Pacheco y la escena en el tren, trataba de hilar las ideas para entender la oferta de trabajo y las expectativas que podría formularme en adelante.

Pacheco, terminando con su disertación de buenas prácticas de lo que sería la principal empresa de seguros del país, después de ojear la última página de mi currículo, me miró a los ojos y blandiendo una sonrisa, dijo:

-La verdad es que me parece que su perfil está bastante completo y nos satisfaría si aceptase nuestra oferta. ¿Qué le parece? ¿está interesada?

Ya hacía rato del incidente desagradable en el subsuelo citadino, y aunque no dejaba de zumbarme en el recuerdo la escenita, el rechazo había sido limado en algún grado por la presencia renovada y afable de aquel hombre, indudable ficha en esa organización de tal renombre.

Pensé en mi familia, en la satisfacción que les daría entrando a trabajar en aquella oficina, con todos los beneficios que ofrecía y con las proyecciones de progreso que podría yo barajar al pasar de los años. Puse, rápidamente, en una balanza todos los elementos a evaluar y me dije “Qué carajos: claro que sí”.

“Sí, Sr. Pacheco, estoy interesada”, dije, saliendo de la resignación y entrando en una onda de progreso. “En ese caso, bienvenida a la Organización”, asestó con una sonrisa amable. “La esperamos el lunes a las ocho de la mañana”. Ambos, sonreídos, nos levantamos de la mesa y nos dimos las manos con cierto entusiasmo y nervios de mi parte.

No sé por qué, pero en medio del saludo final, me pareció, por una fracción de segundo, que Pacheco estaba ejerciendo una presión indebida sobre mi mano, invocando, irremediablemente, la escena en el vagón. Halé mi mano con ira y le grite en su cara:

-¡Suéltame, sucio! No vas a hacer conmigo lo que hiciste con esa muchacha en el metro esta mañana. No vas a lograr abusar de mí como seguro abusas de las mujeres que están a tu alrededor, valiéndote de tu cargo y tu sarta de pendejadas corporativas. Conmigo no, delincuente sexual, ¡ni lo sueñes!

Pacheco me tomó por los hombros, y confundido, preguntó:
-¿Qué le pasa, Srta Rízquez, qué ha pasado?
-Yo te vi, yo sé de lo que eres capaz. Yo vi cuando manoseabas a esa muchacha en el tren. No tienes moral para hablar de imagen. Eres un descarado ¡Suéltame!

Tomé mi cartera, y terciándomela en el hombro, salí de aquella sala azotando la puerta y dejando a un Pacheco boquiabierto que no parecía entender nada. Enceguecida por la rabia, pasé por la recepción sin mirar a nadie, llegando al pasillo de ascensores, en el que caminaba de un lado a otro, rogando: “¡Llega, coño, llega, quiero salir ya de esta vaina!”.

Al llegar a la planta baja, corrí apurada para salir del edificio, cuando de pronto sonó mi celular. En medio de la acera y el bullicio, vi que el número era de un teléfono fijo. Sin pensarlo mucho, contesté:

-¡Buenos días!
-Buenos días, ¿es la Srta. Rizquez?
-Sí, ¿quién habla?
-Es Matilde, la secretaria del Licenciado Pacheco.

“Qué fastidio”, pensé, “¡yo lo que quiero es alejarme de todo esto!”
-¡Ajá, diga!
-El señor Pacheco le manda a decir que él no usa metro, que él llega todos los días en el helicóptero de la Empresa. Que tenga feliz día, señorita Rízquez”.

domingo, 26 de agosto de 2012

La Sonrisa del Muerto


 Era finales de diciembre. El patólogo Eustoquio Rojas salía del centro comercial con las bolsas de compras navideñas para la familia. Aprovechaba el mediodía para salir rapidito del hospital y evitar hacerlo en la tarde, dada la mañana de trabajo que había experimentado.

Para asegurarse no llegar tarde al trabajo, tomó un taxi. Una vez en el asiento de atrás, y rodeado de bolsas de marcas y colores, le indicó al conductor su destino. “Los regalos, ¿no?”, le dijo el chofer a Eustoquio. “Así, es. Saliendo de eso temprano para no andar apurado en la noche”. El chofer lo miró por el espejo retrovisor y le comentó “Es bueno tener a quien regalar. Ud. es un hombre afortunado”. El doctor asintió amablemente ante el comentario.

Al llegar a la entrada principal del hospital, Eustoquio, enredado sacando las bolsas y sin poder mirar la cara al conductor, inquirió al chofer: “¿Cuánto es, señor?”, a lo que el hombre le respondió afectuosamente: “Tranquilo doctor, ha sido un buen día: déjelo así”.

A la mañana del día siguiente, tenía Eustoquio dos cuerpos nuevos por examinar. El día había sido largo, y en la morgue del precario hospital no paraban de llegar los cadáveres por riñas y accidentes de tránsito, propios de estas fechas.

Después del cafecito de las 4, y de echarle un ojo lascivo a la nueva patóloga -con quien todavía no llegaba a trabajar-, bajaba las escaleras metálicas y de pintura gris corroída que llevaban al sótano. Llamar el ascensor para bajar al congelador resultaba mucho pedir.

Entrando a la sala de autopsias, venía saliendo el doctor Martínez, uno de los profesionales más admirados de la patología en el hospital; al parecer, por la omisión del saludo y el pañuelo en la cara, salía después de no soportar el estado avanzado de uno de sus usuarios. “Así sería la cosa”, pensó Eustoquio.

Revisó la carpeta de casos pendientes, y el próximo cuerpo pertenecía a un hombre llamado Juvenal Hilario. La muerte fue repentina, y no había referencia escrita de las circunstancias en el formulario, por lo que esperaban la autopsia para comunicárselo a los familiares.

Por la hora y el ánimo restante del día, Eustoquio decidió dejar el trabajo para mañana temprano, cuando tuviese las baterías bien cargadas y sus sentidos aguzados. Por no dejar, y por el morbo técnico de siempre, desde la cabecera descubrió la cara del cadáver de Juvenal. Nada especial. Un adulto de unos 65 años de edad, pelo castaño liso, tez blanca, ya con los efectos del rigor mortis. Nada especial, a no ser por algo extraño en la cara. Eustoquio caminó alrededor de la mesa metálica y fría, y al quedar enfrente del rostro notó la contracción anómala del cigomático y el risorio, lo cual configuraba un rictus de sonrisa.  

Eustoquio frunció el ceño formando un signo de interrogación. Nunca había visto algo similar. Sin embargo, y a pesar de la curiosidad despierta, el exhausto patólogo decidió dejarlo para mañana, mientras cubría muy lentamente el rostro ya amarillento y enigmático.

Con su octava taza de café en la mano, Toto -como le decían sus amigos-, sentado frente al televisor, como era su rutina después de llegar de la cola, miraba su serie de costumbre. No pasaba mucho tiempo sin que su memoria lo transportase de repente a la sonrisa que dejó en la penumbra.

Al regresar al día siguiente al hospital, desayunó en el cafetín con dos de sus colegas. No hubo comentarios particulares relacionados con el hallazgo de ayer. La tertulia se desenvolvió como siempre, y después del cigarro en la terraza del jardín, el doctor se dispuso a bajar a su puesto de trabajo.

Una vez en su elemento helado y casi en la penumbra, Eustoquio tomó su libreta de anotaciones y se dirigió a la mesa número tres, en la que yacía el cuerpo de Juvenal, la curiosidad que lo ocupaba. Encendió la lámpara y retiró la sábana blanca que cubría el cuerpo. Después de  verificar los datos con la etiqueta en el pulgar del pie derecho, y como quien se aproxima para preguntarle a su paciente cómo sigue, se acercó por un lado con la mirada aguzada sobre aquellos pómulos sonreídos.

La piel estaba intacta, sin moretones, heridas o cualquier irregularidad visible. “Lo que sea que se haya llevado a este hombre, debió ser interno”, pensó. Echó un ojo a la historia clínica del paciente, el certificado de  defunción y la autorización de la familia para ejecutar el procedimiento. Registró los datos en los libros de autopsia y entrada a la morgue, así como los efectos personales.

 Acercó los instrumentos en la bandeja a la cabeza de la mesa y se dispuso a hacer las incisiones de rutina. Comenzó con la típica “T” en el tórax, que luego de llegar al ombligo y abrirse como un libro, dejó ver los órganos abdominales de Juvenal. Eustoquio, con la tranquilidad que otorgan los años de experiencia, levantó la parrilla costal, pudiendo apreciar el estado del corazón y los pulmones. Eso sí, no dejó de notar el tamaño exagerado de su corazón, cuyo volumen había deformado las costillas medias en una extraña curvatura hacia afuera, así como causado la reducción anómala del pulmón izquierdo respecto del derecho.

Alejándose unos centímetros de la mesa para ver el panorama general con claridad, el tapabocas no dejaba ver los labios gestualizantes del patólogo entretenido.

Después de hacer presión, percutir y levantar algunos de los órganos, se reincorporó, y virando hacia la sonrisa del único miembro de la ausencia, le dijo: “Caramba, Juvenal, a juzgar por el estado externo de tus tripas, no se justifica tu partida, aunque sí tu sonrisa”. Por asuntos de la imaginación, pensó Eustoquio, después de brindar semejante cumplido al muerto, notó que éste sonrió un poquito más. Por supuesto, semejante profesional reputado no podía prestar atención a ese tipo de jugarretas de la mente, basándose en el alegato de que la ciencia y la magia están divorciadas desde sus nacimientos.

Por la hipertrofia del corazón y el tamaño anómalo de los pulmones, Eustoquio pudo haber tenido una inferencia superficial de la causa de la muerte, pero aún así, no se atrevía a anotar nada por el momento. Otro aspecto de este caso en particular era la extraña sonrisa con la que Juvenal se había despedido. Era tan perfecto el gesto, que resultaba imposible que la rigidez y la distensión de algunos nervios y músculos de la cara pudieran haber configurado tan espectacular guiño.

Eustoquio llamó por su teléfono al técnico que lo asistiría para que efectuase la extracción de los fluidos y tejidos pertinentes para completar la formalidad, y así establecer la causa oculta del deceso. La verdad es que la frescura palpable de los órganos, el color vivo que aún los acompañaba no daban pista alguna.

Una vez más se acercó Eustoquio a la cabecera de la mesa para ver el rostro de Juvenal, que parecía reírse un poquito más, y encimándose con su linterna para navegar en las pupilas del rígido acompañante, sintió una exhalación proveniente de los labios del cadáver, que decía “Tranquilo doctor, fue una muerte tranquila: déjelo así”.

Al sentir esa voz profunda, Eustoquio retrocedió torpemente, cayendo sentado en el suelo, del que se levantó como un rayo, y pegado a la pared de la esquina, y con sus ojos desorbitados, no dejaba de observar el cadáver desarmado del buen taxista. Volviendo a parpadear después de unos segundos, e intentando regresar a sus cabales de científico negándolo todo, caminó lentamente de vuelta hacia la mesa. Una sorpresa más le esperaba: Juvenal ya no sonreía.

No hubo testigos. No existió alguien que diera fe de la posible declaración de Eustoquio, renombrado profesional de la patología venezolana, ante comité médico alguno en este planeta.

“El cadáver de tu taxista que sonríe y habla”. Por supuesto, Eustoquio –se decía en el espejo del baño-, “de bolas que saldrás muy bien parado de todo esto”.

“Una pasión más”, pensó el patólogo. Igual que todo lo que ocurre entre sobresaltos, suele cegar la sabiduría ganada y empañar lo que habría de perdurar en el tiempo, como por ejemplo su dilatada carrera, su estatus y su bienestar. No estaba dispuesto a creer en nada distinto a estas alturas, aunque de que vuelen vuelen. El olor del cloroformo que ronda por el sitio y la poca iluminación por falta de presupuesto no ayudaban, y Eustoquio sintió que debía salir del sitio y alejarse del escenario cotidiano, esta vez perturbado por una aparente triquiñuela de su mente endurecida por los años por tanto libro, por tanta conferencia, por tanto confort.

El doctor Rojas, con la mano derecha rascando la barba ya iba para dos horas sentado en su escritorio, cavilando, especulando acerca de su futuro, de la seriedad comprometida con el evento de recién. Empuñaba sus manos bajo su barbilla, miraba hacia la sala, se enderezaba en el espaldar. Después de pensarlo sin cesar, y para salir de aquello lo más ileso posible, se incorporó, tomó la hoja del informe y escribió en el renglón de la causa: “Paciente masculino, 65 años de edad, de profesión taxista. Causa del deceso indeterminada; posible paro respiratorio fulminante a causa de un corazón inmenso”.

sábado, 25 de agosto de 2012

El Retrete Corporativo


Cotidiano y Corporativo

La semana pasada tuve un problema con mi retrete casero. A pesar de ser una tortura su reparación, contaba con la ayuda económica de mi primo el millonario, para quien trabajo, que me dijo que en caso de dificultades que le avisase inmediatamente. El detalle radicaba en que él solicitaría el reembolso por la empresa y necesitaba que el "informe" que yo le pasase estuviera disimulado en términos corporativos.

Después de rascarme la barba por unos segundos, me senté en la PC y relaté mi problema, al fin resuelto, y la traducción que le pasé a mi primo.

El cuento


En casa:

Al fin se rompió el viejo y oxidado yerrito que sostenía el flotante de la poceta, luego de tanto doblarlo para ajustar la altura del agua en el tanque. Ya había comprado el FuidMaster hace unas semanas y lo tenía guardado porái, mientras agarraba determinación.



 Traducción corporativa para el primo:
"La plataforma operativa ya había cubierto las expectativas de rentabilidad de hace unos doce años. Incluso, ya se contaba con el nuevo producto, el cual vendría a solucionar, luego de su instalación, el problema de retraso en la actualización de los equipos. Simplemente el día a día era nuestro argumento para no acometer el cambio."

Estaba ya por cambiarlo, porque el bote de agua constante  gastaba mucha agua, y más en tiempos de racionamiento. Pero algo de flojera y por falta de un empujoncito, hizo que la rotura de la pieza iniciara el cambio del juego completo, por un juego completo, ya ni tan moderno, llamado FluidMaster.

"Ya se había comenzado a estructurar el proyecto de renovación tecnológica, dadas las nuevas condiciones a tomar en cuenta, la obsolescencia de los instrumentos, las regulaciones gubernamentales, etc. Una dosis determinante de negligencia y crisis de operación, al fin, hizo que el proyecto se retomase con mucho vigor, contactando inmediatamente un proveedor que satisficiera la necesidad."

Ayer sábado al fin me decidí a cambiar el juego viejo por el nuevo. Revisé bien que tuviese el papelito de las instrucciones, porque son muchos perolitos los que aparentan venir en esa caja y siempre es un lío si se pierde uno.

"Hace pocos días, se reunió el equipo designado para llevar a cabo la ejecución del proyecto, y el primer paso fue verificar la existencia de una documentación adecuada, así como los componentes modulares de la nueva plataforma para evitar traspiés durante el proceso."

Busqué las cajas de herramientas y las saqué en el baño. Llené un par de tobos con agua para bajar, en caso de que a alguien se antojara de ir al baño cuando la poceta estuviese desarmada.

"Se dispusieron las herramientas previstas, necesarias al equipo de trabajo para comenzar las tareas. Igualmente, se dispusieron los mecanismos de respaldos a utilizar, en caso necesario, durante el proceso."

Le dije a mi familia que me dejara tranquilo durante el fin de semana, que tenía que hacer lo de la poceta, que puede ser rápido, pero que uno nunca sabe.

"Se envió comunicación formal a los usuarios del servicio para considerar una ventana de tiempo de 48 horas, como máximo."

Quité la palanca que baja el agua, el resto del flotante, el tapón de goma, y cuando me disponía a desenroscar los tornillos que unían el tanque a la base me di cuenta de que el segundo tornillo era de metal y estaba oxidado. Eliminé el tornillo de plástico, pero se hacía imposible girar la tuerca, sobre todo porque la cabeza de ese tornillo estaba casi borrada por el agua.

"Se comenzó el proceso con el desensamblaje de los primeros elementos que componen la vieja plataforma. El proceso se ejecutó perfectamente en sus primera fase, pero en el penúltimo paso, se observó la inminencia de frenado en el proyecto: un módulo incompatible se había dañado y hacía imposible su remoción, lo cual detenía el proceso hasta que se solucionase la nueva situación."

Llamé a mi pana y le pregunté si tenía o sabía quién tenía una cizalla, y me respondió que eso era muy difícil, que mejor podía meterle una hoja de segueta, pelo a pelo. Lo intenté, pero había que apretar mucho con un trapo para darle, durante mucho tiempo y no se veía que la cosa fuese palante, a pesar del dolor en el dedo.

"Recurrí a dos asesores de confianza, presumiendo que teníamos figurada la solución. Ambos me sugirieron soluciones distintas a la propuesta por nuestro equipo, acogiendo la prueba con la primera de las propuestas recibidas: luego de varios intentos infructuosos, y observando que los resultados no se correspondían con el costo, desistimos."

Llamé a mi hermano y me dijo que no sabía de la cizalla, pero que podía hacerlo con un esmeril. Ya a esta hora de la tarde y con el malestar estomacal, dejé el trabajo para hoy, yendo a la ferretería en la mañana.

"El equipo decidió intentar con la segunda propuesta recibida, pero dadas algunas condiciones personales adversas, se tomó la decisión de aplazar el próximo paso para los días actuales."

En la mañana, con todo el fastidio, me fui a la ferretería que abre los domingos y busqué el esmeril: 360 bolívares. Viendo el precio y arrugando la cara, me fui a ver el precio de las cizallas: 135 bolívares, y 96 la de menor calidad. Por el uso que le daría a uno o a otro, me fui por la cizalla de menor calidad.

"Esta semana, con el letargo que produce interrumpir el proceso, y todavía dentro de la ventana de interrupción del servicio, el equipo acudió donde el proveedor del reemplazo del elemento problemático, obteniendo, luego de considerar el costo-beneficio, nos decidimos por la opción más económica, totalmente efectiva para los fines."

Muy entusiasmado, llegué a casa imaginando que sería como cortar un hilo y luego, los 20 minutos que debería llevarse cambiar el jueguito ese que me tenía verde.

"Con energías renovadas, acometimos las tareas para remover el módulo. Si solucionábamos el problema coyuntural y se daba paso a la tarea original, el proceso se reanudaría inmediatamente y podríamos continuar con la relativa facilidad que el equipo previó al detallar el proyecto."

Pues, al sacar la cizalla de mis sueños y tratar de meterla entre el tanque y la base, supe con mucho fastidio, que no alcanzaría el tornillo. El sudor corría tanto como ayer y cierta arrechera comenzó a salir. Por no dejar, probé un alicate de presión nuevo que había comprado hoy, y con el viejo, traté de desenroscar el tornillo uno milímetros más para que la cizalla entrase. Pero nada, y yo que creía que me la estaba comiendo.

"Pues, ante nuestra sorpresa, pudimos constatar que la herramienta recién adquirida no tenía el alcance esperado. Para no descartar ajustar algunas condiciones previas para poder utilizar la nueva herramienta correctamente, se reintentaron ajustes a elementos ya descartados, pero persistió la imposibilidad. En definitiva, el deseo de cooperar y la certeza en una nueva herramienta no basta para solucionar el problema."

Por último, pensé que si le quitaba la arandela de goma de la cabeza del tornillo para que bajara un poco y entrara la cizalla para cortar el tornillo de mierda.

"El equipo de trabajo, algo consternado por la nueva situación, se reunión en tormenta de ideas. En medio de la sesión, el más capaz de los analistas indicó que si se removían otros elementos de seguridad ya innecesarias para la plataforma futura, esto daría mayor espacio para utilizar la flamante, pero hasta ahora inútil herramienta."

Después de halar la gomita para un lado y para otro, con dos destornilladores planos y una pinza, la bicha cedió. Restaba verificar que la cizalla entrara en el sitio después de quitar la goma, entró.

"Comenzó el procedimiento de remoción de la seguridad mencionada, usando la síntesis y el análisis para extraer lo necesario. Después de dos o tres intervenciones, vimos removido el exceso mencionado. Después de una verificación simple, y luego de aplicar la nueva herramienta, se vislumbró la posibilidad de solución."

Aunque no entró hasta donde fuese más fácil, si se podía sentir que el tornillo estaba entre las pinzas. Hice un esfuerzo importante, y luego de fruncir la cara como hace mucho tiempo no, se escuchó el crujido del tornillo que saltó en sus dos pedazos.

"Aunque algunos aspectos previstos en la última sesión de trabajo no fueron cubiertos para la totalidad de la explotación de la herramienta, el resultado fue el esperado."

Quité el resto de las piezas, busqué la caja con el nuevo juego y después de leer el manualito, comencé a armar. Sólo fueron 10 minutos los que el resto del armado necesitó.

"Se acondicionó el sistema para colocar la nueva plataforma y se revisó de nuevo la documentación de ensamblaje, por si algún detalle había de considerarse. El programa o script de instalación corrió a la perfección, y en sólo unos minutos el producto fue instalado."

Con mucho cuidado y colocando teflón en las roscas, no utilizando mucha fuerza para apretar las tuercas, abrí la llave de paso de la poceta. Bajé dos veces y todo bien. Ajusté la altura del agua, y cuando limpiaba el reguero de agua pasada, me di cuenta de que en dos sitios derramaba: en la llave de paso (con una canilla recién puesta) y en uno de los tornillos de la base. Apreté los dos puntos y todo resultó como debía: nada botándose, nada goteando.

"Se levantó el servicio, en inmediatamente después de detectar y ajustar algunos puntos desalineados, nuestra nueva plataforma comenzó a andar perfectamente."

De verdad, espero que el primo entienda mi situación y me dé la plata para poder continuar este mes sin problemas.




martes, 24 de julio de 2012

La cagamos, Toribio


Ya eran las 12:30 de la madrugada, mientras Oscar caminaba algo ebrio de vuelta a casa, luego de pasar un buen rato con sus amigos. A esta hora las calles estaban solas y bien oscuras. Respirando con alteración y eructando de vez en cuando, decidió recortar camino por un callejón zona roja de la urbanización. Guiñando los ojos, pudo ver cómo las sombras del fondo  se transfiguraban en dos malandros que venían a su encuentro.
-Epa, papá, ¿tienes algodón con yodo porái?
Y en menos de lo que canta un gallo y sin esperar respuesta, el otro le propinó un golpe durísimo en el estómago, derribando a Oscar, quien, con la mano en la barriga, se levantó inmediatamente como pudo y ripostó:
-Pero mi pana, ¿qué fue? –dijo con la cara arrugada.
-Esto y lo que viene, mi don, te lo manda Clarita.
-¿Clarita? –preguntó Oscar, entre sorpresa y descarte etílico- ¡Pero si Clarita me quiere! Yo no creo que ella los haya mandado a joderme, ¡qué va! Ustedes están pelados...
Oscar no dejaba de bambolearse entre el trago y el golpe, cuando de pronto sintió un punzón entrar en su costado.
-¿Y ahora, mi pana? ¿Qué fue?
-Clarita te manda a decir que esto es por todo lo que le hiciste, y que espera que disfrutes de este puyón como ella disfrutó tu traición.
Inclinado y a punto de caer; con la mano tapando el agujero que le acababan de hacer, Oscar se esforzaba por aclarar:
-Chamos, creo que están delirando, pana. No hay nadie que haya querido y respetado más a Clarita que yo. Así que esto tiene que ser una equivocación, una jodienda simpática de ustedes-decía Oscar con cierta sonrisa ingenua en medio de su dolor.
De pronto Oscar miró a los malandros que retrocedieron dos pasos, sacaron sus pistolas y le apuntaron, diciendo:
-Bueno, Dóctor, tenemos que irnos pal bonche… aquí le dejamos en nombre de Clarita, quien, entre carcajadas, predecía tu muerte, ja ja ja… ¡toma, Gualberto! –y abrieron fuego.
Cayendo mal herido, Oscar guiñó sus ojos por última vez, mientras gritaba:
-¿”Gualberto”? ¿Cómo que “Gualberto”, coño? ¡Yo me llamo Oscar!
Al escuchar al ahora occiso, los dos malechores se acercaron al cuerpo, y boquiabiertos, se miraron y dijeron:
-La cagamos, Toribio…
-¿”Toribio”?
-Sí, chico, cualquier vaina.

jueves, 19 de julio de 2012

Risa de papel




Camino a casa

Marco pensaba en lo que haría durante sus vacaciones. Mientras manejaba al anochecer por la autopista de siempre, las luces en contra le despertaban sus pensamientos de inconformidad. Los tragos con los amigos en conversaciones más o menos triviales, sin mucho qué pensar, discutir, emocionarse, y aún así lo suficientemente entretenidas como para decir que fue bueno estar ahí. Se puede decir que se drenaron la carga de la semana de trabajo, las colas, las noticias.

La inhibición de los tragos de cada fin de semana le destapaba el lamento de no tener una vida de sueños, de objetivos, de logros. Vivía sumergido en distracciones, de rellenos brillantes, de un aparente y reconocido bienestar convertido hoy en parálisis. Esa fue su reflexión de regreso. Ese era el amargo alimento en el menú de los viernes a esa hora.

Iba con la mirada perdida en el rayado de la autopista cuando de pronto sintió que había tropezado con algo en el camino. “Lo que faltaba”, murmuró con enojo, cuando frenaba y se estacionaba a un lado. Luego de tratar de escuchar algún sonido raro en el motor, revisar los cauchos y los costados de la latonería, se agachó para ver qué objeto pudo haber pisado. No encontró nada.

Casi a punto de devolverse y dejarlo así, se fijó en un objeto llamativo al pié de uno de los árboles de detrás de la cuneta. Se acercó y lo levantó. Observó que era una especie de estatuilla de barro de corte aborigen, bastante maltratada, de las que salen en los catálogos de objetos antiguos, en los libros de historia precolombina o de arqueología. Era más bien una forma humana chata, con la cabeza ovalada, de ojos saltones y una boca proporcionalmente grande. Una vez convencido de que no había causado daño alguno al carro, y a punto de lanzar el objeto, algo en éste lo hizo llevárselo mientras lo miraba con cierta extrañeza. Lo lanzó en el asiento del acompañante y arrancó de nuevo.

De nuevo en camino, Marco retomó sus pensamientos quejumbrosos. Todo parecía tan monótono, tan falto de sorpresas, de sobresaltos, aunque fuese para mal. Sentía que en los últimos meses hasta lo imprevisto estaba totalmente contemplado, que en su casa existía una variación extraña de paralización. Pero la necesidad de cambiar radicalmente su vida sólo se comparaba con el temor de echar por la borda todo aquello por lo que había luchado y obtenido hasta ahora usando la receta clásica.

Ya en casa

Una vez abierto el portón eléctrico, Marco estacionó el carro a la derecha del de su esposa, como era usual. Mientras caminaba por el jardín, sentía que esa casa, que había costado Dios y su ayuda para conseguirla para formar el hogar que siempre soñó, ahora no causaba el agradable entusiasmo al llegar a ella cada día, cada noche.

Un beso sintético de saludo de Elizabeth le recibía cada día, ya sin la picardía de los años pasados, ya sin esa emoción de mostrarle el logro del día; ya sin esa mirada de búsqueda traviesa a ver qué se les ocurriría hoy, aunque fuese confinados en su castillo. De pronto aparece una hembrita de seis años, Sarita, que lo recibía como si fuese su pequeña novia, con una carrera por la sala, una exclamación y un abrazo. Marco la cargaba un rato en su regazo. Le hacía guiños durante unos minutos para bromearle y cumplir con el tierno requisito de cada día. Sin embargo, estaba extenuado y algo mareado, como todos los viernes, por lo que no estaba muy dispuesto a compartir con sus compañeras… como todos los viernes.

Aún después de esta escena balanceada, no quedaba mucho sino internarse en su cuarto, despojarse de la corbata, y el resto del disfraz de elegancia y circunspección; salir de la habitación algo encorvado, echarse en el sofá del estudio y saltar entre las decenas de canales de TV a disposición, para escapar de la jornada laboral  que recién acababa… que lo acababa.

Uno que otro comentario sin quitar la vista de la pantalla a Elizabeth, quien preparaba la cena y hacía comentarios apenas respondidos. Los monosílabos se habían apoderado de sus conversaciones hacía tiempo, dejando a un lado las expresiones de afecto, esos detalles que dejaban el buen sabor antes del sueño diario, de esos pequeños gestos que después de algún tiempo dejaban la impresión de estar ganándole la contienda a sus días.

Todo se había convertido en inercia agotadora las veinticuatro horas, de siete días, de doce meses. Pero no parecía haber salida a la mano. Cada cosa que soñó se hizo realidad y ahora había que enfrentar el almacén de logros ya empolvados, casi inútiles, dejando este desgano.

Después de un par de bostezos, Marco decidió irse a la cama, no sin antes pasarle la mano por la cabellera a su bebé y lanzar una mirada somnolienta y sin novedad a su esposa.

El desvanecimiento

En medio de sueños extraños, Marco daba vueltas en la cama. Se soñaba en una mezcla de risas y llantos que no podía controlar, en la que no podía llegar a un destino. Después de pocas horas de sueño, aún en la oscuridad y entre sobresaltos, Marco se levantó para ir al baño. Se lavó la cara, y luego de secarse quedó mirándose en el espejo. Algunas canas, las ojeras algo acentuadas, las nuevas arrugas que le formulaban nuevas preguntas acumuladas y que últimamente atentaban contra un descanso pacífico.

Con menos sueño se dirigió de nuevo a su cama, y entre las sombras y las luces de la calle, vio en su cama la figura de Elizabeth dormida, sin dejar de preguntarse con nostalgia qué había pasado, por qué ahora todo era distinto.

Al amanecer de ese fin de semana el reflejo de la luz lo despertó, como cada día libre, ya sin compañía en la cama. Sentía que no había dormido lo necesario, pero no quería quedarse en la alcoba. Se levantó con algo de dificultad, con una sensación muy extraña en las manos y en los pies. Sentía que los tenía adormecidos, como si hubiese dormido en mala posición.

Después de asearse y sentir el agua exageradamente fría, Marco salió de la habitación y bajando las escaleras, sintió una voz masculina que conversaba con su mujer y su niña en el comedor. Extrañado, se asomó con curiosidad para saber quién estaba allí tan temprano: Asombrosamente, le pareció su misma imagen, con la bata de baño, sentado en su puesto de la mesa, con su mujer a la derecha y su niña a la izquierda, como solían desayunar cada fin de semana.

No puede ser…

Marco, no dando crédito a lo que veía, sospechó inmediatamente que todo aquello seguía siendo un sueño. No había posibilidad en ese momento de despertar de aquel sueño, por lo que en una travesura se acercó a la mesa y se sentó en la silla que quedaba vacía.

La imagen del otro Marco al extremo de la mesa tomaba una taza de café mientras acariciaba la mano de su mujer. Según podía escuchar, y entre besos cortos, ambos susurraban al oído lo bien que les había ido anoche en la habitación. La niña, distraída, tratando de manipular su arepita, comía tranquilamente sin prestar atención.
Todo aquello parecía extremadamente real, con la diferencia de que había dos Marcos, y por supuesto, que el estado emocional de la pareja lucía excepcionalmente agradable.

Por un momento vio la escena con algo de melancolía, dejándose llevar por su sueño y disfrutando por unos segundos de los días del comienzo, cuando ese mismo cuadro se observaba cada día, cuando la pasión por estar con esa mujer encantadora lo distraía aún estando lejos. De aquellos días, cuando sólo pensaba en lo maravilloso de compartir con ella todos los logros del momento, de decírselos con apuro, de dedicárselos.

Pero el sueño no terminaba y Marco ya se sentía algo incómodo, por no poder gobernar este aparente truco de su imaginación.

Unos minutos más tarde, cuando su niña hubo terminado de comer, se levantaron de la mesa ante los ojos del fastidiado testigo. Él, el del sueño, recogía los platos de la mesa, mientras ella limpiaba las manos y la boca de su niña, quien ya se distraía con sus juguetes. El otro Marco se lavó las manos, y luego de secárselas, se acercó al lavaplatos, donde ya estaba esa bella figura femenina ocupada; la tomó por la cintura, y dándole dos besos en el cuello, le susurró al oído. Ella se viró y lo abrazó, propinándole un beso entre suspiros, entre nuevos deseos. Se tomaron de las manos y subieron silenciosamente por las escaleras hacia la habitación.

Marco se quedó en la mesa del comedor, en una especie de trance, en estado interrogativo, tratando de explicarse lo que acababa de presenciar. Esto no terminaba de terminar. Esta ridícula escena con él, pero a la vez ajena a él no llegaba a su fin. “¡Coño, y no amanece de una vez!”, pensaba entre ruegos y sensaciones todavía extrañas en sus extremidades.

El silencio llegó de nuevo al entorno y Marco decidió subir a terminar el inquietante sueño, durmiendo con su mujer, en su cama, en su habitación.

Ya sin sueño, pero con la intención de dormir, abrió la puerta de su habitación y se vio estremecido esta vez por una explosión de pasión desnuda, por una sucesión infinita de suspiros y gemidos, por dos vientres en perfecta cadencia, al apreciar a su mujer entregada a su propia imagen desde un nuevo punto de vista: como espectador.

A pesar de ser él quien estaba con su mujer, quien la hacía feliz entre besos, caricias, piel, la sensación de estar totalmente ajeno a ello le comenzó a causar desesperación. Resistiéndose a mirar, se acercó para interrumpir, para hacerse presente él mismo y terminar con todo aquello que ya se había convertido en pesadilla.

“¡Ya pues! ¡Se terminó!”, grito ante la pareja, pero no le escuchaban. Muy cerca de ambos, entre el calor y el sudor quiso apartar a su mujer de su amante, pero no pudo. Sus manos no llegaban a tocarla; ni siquiera podía sentir su calor. 

Marco no pudo evitar el llanto de desesperación y salió de aquel cuarto, en el que aquella pesadilla se perpetraba como una conspiración urdida en su contra.

En ese momento de confusión y desconcierto, Marco se sintió de nuevo extenuado. El hormigueo en sus extremidades lo hizo recostar en el primer escalón de bajar y se dejó caer. Se había desmayado.
-0-
Era casi mediodía. No supo cuántas horas estuvo allí. Por la intensidad de la luz que lo despertó, agotado entre sollozos, supo que habían pasado más que unas horas en aquel sitio. Las ganas inexistentes de moverse eran evidencia del miedo que Marco sentía de comprobar de nuevo que aquello ya no era un sueño. Pero era absurdo quedarse ahí, sin saber qué había ocurrido realmente, sin saber qué clase de problema tenía en su cabeza.

Con la pereza que da el temor, Marco se incorporó, se acercó a la puerta de la habitación, y sin querer asomarse, trató de escuchar cualquier cosa que ocurriese dentro. Después de unos minutos de titubeo y sin escuchar nada, asomó la cabeza por la puerta entreabierta y no vio a nadie. La cama estaba tendida; todo estaba en orden.

Secándose los restos de lágrimas dejadas por su pesadilla, bajó por las escaleras y recorrió toda la casa sin encontrar a sus dos mujeres. Miró el jardín por las ventanas, pero tampoco las consiguió allí. En el garaje sólo estaba el carro de Elizabeth.

Pasaron las horas del día y Marco continuaba solo. Recostado de la escalera, entre somnolencia e interrogaciones. A pesar de las horas transcurridas, no hubo hambre ni sed; ni siquiera ganas de ir al baño.
De nuevo se quedó dormido…
-0-

Llegó la noche de ese sábado en medio de la soledad, ya anestesiado de tanto pensar. Las horas siguieron su desfile y en silencio llegó el amanecer del domingo. Y llegó el sol, llegó el calor del día; llegó también el ruido de las familias vecinas armando paseos. Llegó la tarde con su silencio y sus pesadeces, y llegando la oscuridad, se escuchó el zumbido característico de su carro.

Corrió hacia la ventana y se asomó sin poder distinguir a sus mujeres. Se acercó a la ventana más cercana al garaje, y por entre la cortina se transparentaban tres figuras que se acercaban a la puerta. Se apartó de la ventana, y detrás de la columna, con la mirada perdida y mucho pestañar, esperó a que se abriera la puerta.

Pronto se despejaría aquella incógnita: eran su mujer, su niña y el espectro de sí mismo. Cuando entraban y colocaban los paquetes a un lado, entre guiños y sonrisas, Marco, aún con los ojos incrédulos, dando pasos de sonámbulo, se les acercaba como quien busca guiarse en la oscuridad.

“Mi amor, deja a la niña y ven a ayudarme a acomodar esto en los gabinetes”, escuchó decir a su mujer, mientras ella se dirigía a la cocina. Virando la mirada aletargadamente entre un lado y otro del diálogo de la pareja, Marco sintió que se desvanecía entre preguntas; sintió que no aguantaba la nueva escena de su familia sin él, perdiendo de nuevo el sentido.

Sí puede ser

Después de pocos días de vivir una y otra vez aquella visión terrible, la pesadilla se convirtió en cotidianidad dolorosa de un momento tras otro para Marco. La falta de hambre, sed; la falta de sensaciones físicas que se adueñaran de sí, poco a poco lo llevaron a una conclusión radical: “No soy yo aunque sí lo sea. Él es otro y se apoderó de mi familia a medida que yo no estuve: Él es el simpático impostor y yo no puedo hacer nada”.

Desde la escalera, su sitio inamovible de observación, veía la rutina diaria de su familia y su nuevo protagonista. A pesar de lo insólito de la nueva situación, no dejaba de ver el cambio del ambiente en la casa. La sonrisa de su mujer y lo apegada que estaba ella al coño de madre ese, poco a poco le dejaba ver que el nuevo Marco se parecía más a lo que él era hacía años, cuando todo era nuevo, cuando los esfuerzos para construir una familia no eran tales, cuando sólo habían placeres automáticos y sonrisas durante el sueño y el amanecer.

Con su niña, ni decir. El dolor de ver a la chica besar y abrazar a otro papá no cesaba y más bien prefería no verlo. De hecho, prefería no ver la mayoría de las cosas que ocurrían en esa casa.

Pasaban los días insoportables, pero paradójicamente inexorables y morbosamente vividos por Marco en su nuevo estado. En oportunidades se sentaba a observar a la pareja en el comedor, mientras se desarrollaban conversaciones entre ellos, en las que, principalmente, ella hacía reconocimientos al cambio de su esposo, a lo atento y comprensivo que desde hacía pocas semanas se mostraba; ella no paraba de alabar el nuevo ritmo que él había imprimido a la familia.

Por su parte, el espectro le contestaba con la mayor de las humildades, sin mucho aspaviento, con expresiones de dulzura, lo que complementaba en ella la pasión de algo con ese hombre nuevo, quien estuvo desprendido de su familia por mucho tiempo; como en estado hipnótico, buscando un quién sabe qué distinto de compartir el tiempo con ellas tal como lo hacía ahora.

Su niña, por otro lado, estaba disfrutando un patrón distinto de conducta en su padre: más amoroso, más orientador, más responsable. Seguramente la niña agradecía mucho más estos afectos que las migajas intermitentes del pasado.

La estatuilla

La mañana un sábado, su mujer se disponía a lavar la ropa de la familia. Reunió los dos recipientes repletos en el lavadero, y metiendo la mano en el bolsillo de un pesado pantalón, sacó la estatuilla que Marco había recogido aquella noche a un lado del camino.

Inmediatamente gritó a su esposo, el espectro, “Mi vida, ¿qué es esto que tenías en el pantalón de pinzas?”. El otro Marco, dejando el periódico, se acercó a mirar. Marco, como siempre desde hacía semanas, en su nube de invisibilidad y aburrimiento, dejó la escalera y también se acercó.

“Ah, eso”, confirmó el espectro. “Lo tropecé con el carro hace dos semanas y me lo traje”, dijo sin mucho interés, y después de un silencioso beso en el cachete, dio la espalda mientras decía a Elizabeth: “Ya me había olvidado de eso. Si quieres lo botas”.

Marco se volvía a su escalera de vigía, y al sentarse de nuevo con el pensamiento revuelto por cuadrar fechas, de hacer coincidir momentos, susurró: “¡La estatuilla…!”, y se quedó dormido de nuevo.

Planes para volver

No supo Marco cuánto tiempo había pasado desde que estuvo inconsciente, pero sólo pensó en una cosa: la estatuilla. La presencia de ese pequeño objeto coincide con la aparición del espectro en la casa; fue justamente la noche anterior al comienzo del episodio de el otro en su vida, en la vida de su familia, en toda esta pesadilla que lo tiene sentenciado a ser un verdadero fantasma en pena, inútil, infeliz, cerca pero lejos de sus dos seres queridos… de su vida.

“Si la presencia de la estatuilla comenzó todo esto, seguramente su ausencia lo terminará”, pensó sobresaltado, levantándose de la escalera. “Pronto todo volverá a ser como antes”, imaginaba mientras registraba el bote de basura, las papeleras, sin encontrar el objeto de su perdición.

Su mujer no había sacado la basura todavía, por lo que la estatuilla debería estar aún dentro de la casa, pero ¿dónde? Marco recorrió cada habitación, el estudio y hasta en los baños, pero no lo veía en ninguno de los basureros.
“Creí que la habías botado, mi vida”, escuchó en la sala. “No, mi amor, me pareció  bonita, exótica y la dejé ahí, de adorno”, dijo ella. Marco caminó hasta la sala y vio que se referían a la estatuilla, que ahora estaba en la consola del espejo, sobre un pañito tejido que su mujer le había dispuesto.

“Ahí está”, pensó Marco, “Sólo debo tomarla cuando no estén pendientes de ella y eliminarla para que todo vuelva a ser como antes”.

El espectro, por su parte, miró la estatuilla por unos segundos y le contestó a su mujer: “Chévere, mi amor. La verdad no está mal”, y por primera vez en todo ese tiempo, el fantasma volteó lentamente y fijó su mirada penetrante en los ojos de Marco, quien, sorprendido, ahora estaba aterrorizado, sin pestañar, sin respirar, a un lado de la sala, al pié de la escalera.

“Sabe que estoy aquí”, pensó Marco, “¡lo sabe…!”. Retrocedió unos pasos y se recostó de nuevo en la escalera que le  servía de refugio, mientras con extrañeza examinaba el nuevo escenario que tanto la estatuilla y su clon le descubrían ante sus ojos.

Para Marco era inevitable pensar que todo era una componenda sin autor conocido, pero con el objetivo de arrancarlo de su existencia, de su gente. Era fácil para él concluir que con la desaparición de los nuevos factores desaparecería también su inexistencia forzada, su torturador estado en pena, y en última instancia, su definitiva falta de propósito en esa vida.

Reflexión acerca de volver

Marco no escuchó más voces en la sala y se dirigió desde la escalera hasta la sala, donde la estatuilla adornaba su soledad. Mirando a los lados, se acercó, y cuando se disponía a tomarla, su misma voz, desde uno de los sillones de la sala, le dijo: “Imagino que ya sabes que la estatuilla es la causa de todo esto”. Espantado, recogió el brazo y se colocó frente a frente a lo que siempre consideró un intruso. Con algo de empeño, fijó su vista en aquella aparición que ahora le hablaba directamente a él. No pudo sino sentarse en silencio, al borde del otro sillón, con movimientos timoratos, sin decir una sola palabra.

“Imagino también que piensas descartar el objeto y así deshacerte de mí. Ahí lo tienes, tú lo encontraste: es tuyo. Eres libre de hacer con él lo que quieras”, dijo el fantasma.
Todavía tratando de gobernar el movimiento tembloroso de sus manos, Marco seguía escuchando lo que parecía ser, hasta ahora, la entrega del testigo a su dueño original.

“Pero debo advertirte una cosa, Marco”, dijo la entidad mientras clavaba su mirada en los ojos de Marco. “Si me eliminas y vuelves a tu casa, a tu vida, no podrás, de ningún modo, brindarle a esos dos seres lo que he logrado yo en estos días. Mi presencia aquí no era coincidencia ni una enseñanza o un entrenamiento para ti: Era para que supieras lo que habías dejado detrás de tu indiferencia, ya sin la posibilidad de volver y corregirlo”.

Recostándose cómodamente en el sillón, el espanto continuaba con su advertencia: “No estaba previsto que mi mujer…”. “¡Es mi mujer!”, reclamó Marco. “Ya no. Ahora es mía, como habrás podido observar”. Marco se recostó alterado en el espaldar de su sillón, mientras su aparición proseguía: “Por más que trates, no podrás ser lo que ellas necesitan. Por más inteligencia que presumas, nunca serás la pieza necesaria para completar la armonía en este hogar. Creciste entre novedades, entre emociones pasajeras, entre sensaciones efímeras de bienestar, entre logros demasiado palpables. Ahora no sabes qué hacer cuando debes construir otro tipo de edificaciones, unas fuertes de verdad, que soporten la carga de cada día, de cada hora sin que te resulte aburrido”.

 “Te concentraste tanto en el precio de las cosas, que te olvidaste de su valor. Dejaste a un lado las miradas, las sonrisas, los abrazos, seguramente porque te resultaban gratis; y por no ser un verdadero reto para ti, de esos en los que se obtiene un trofeo, una medalla, un reconocimiento público, pensaste que la vida aquí continuaría igual, esperando para darte y no para exigirte”.

“Pues bien, Marco, viste llegar el momento y no hubo ni una sola reflexión de tu parte acerca de lo que has dejado de aportar. No pasó por tu mente siempre ausente la riqueza cotidiana que echaste a la basura y que todavía, al día de hoy, no reconoces como necesaria.”

Marco escuchaba al espectro, ya sin miedo, ya sin temblor en las manos, ya sin los dientes apretados. “Llevas en tu mente sólo el mapa de cómo llegar a las cosas simples, palpables, saltando de una meta en otra muy distinta, como el niño en los asientos del autobús vacío. No eres capaz, a pesar de tu edad, de sentarte, descansar, apreciar el valor de lo que está vivo, ni siquiera siendo el centro de sus vidas”.

El espectro se levantó y se colocó enfrente de Marco. “Dime, Marco, si tú mismo fueses un objetivo en tu vida, ¿Qué valor te darías? ¿Valdrías la pena? ¿Valdrías el esfuerzo? ¿Celebrarías haberte obtenido a ti mismo como premio?”.
Agachándose y colocando la mano en el hombro de Marco, terminó el espectro: “De ser así, ¿Qué harías contigo el resto de tu vida?”

El desenlace

Marco, todavía sentado en su sillón, con una mirada triste y sintiendo el peso de las palabras de su alter ego, contestó susurrando, mientras se desvanecía para siempre en el aire que lo rodeaba: “Nada”.