domingo, 26 de agosto de 2012

La Sonrisa del Muerto


 Era finales de diciembre. El patólogo Eustoquio Rojas salía del centro comercial con las bolsas de compras navideñas para la familia. Aprovechaba el mediodía para salir rapidito del hospital y evitar hacerlo en la tarde, dada la mañana de trabajo que había experimentado.

Para asegurarse no llegar tarde al trabajo, tomó un taxi. Una vez en el asiento de atrás, y rodeado de bolsas de marcas y colores, le indicó al conductor su destino. “Los regalos, ¿no?”, le dijo el chofer a Eustoquio. “Así, es. Saliendo de eso temprano para no andar apurado en la noche”. El chofer lo miró por el espejo retrovisor y le comentó “Es bueno tener a quien regalar. Ud. es un hombre afortunado”. El doctor asintió amablemente ante el comentario.

Al llegar a la entrada principal del hospital, Eustoquio, enredado sacando las bolsas y sin poder mirar la cara al conductor, inquirió al chofer: “¿Cuánto es, señor?”, a lo que el hombre le respondió afectuosamente: “Tranquilo doctor, ha sido un buen día: déjelo así”.

A la mañana del día siguiente, tenía Eustoquio dos cuerpos nuevos por examinar. El día había sido largo, y en la morgue del precario hospital no paraban de llegar los cadáveres por riñas y accidentes de tránsito, propios de estas fechas.

Después del cafecito de las 4, y de echarle un ojo lascivo a la nueva patóloga -con quien todavía no llegaba a trabajar-, bajaba las escaleras metálicas y de pintura gris corroída que llevaban al sótano. Llamar el ascensor para bajar al congelador resultaba mucho pedir.

Entrando a la sala de autopsias, venía saliendo el doctor Martínez, uno de los profesionales más admirados de la patología en el hospital; al parecer, por la omisión del saludo y el pañuelo en la cara, salía después de no soportar el estado avanzado de uno de sus usuarios. “Así sería la cosa”, pensó Eustoquio.

Revisó la carpeta de casos pendientes, y el próximo cuerpo pertenecía a un hombre llamado Juvenal Hilario. La muerte fue repentina, y no había referencia escrita de las circunstancias en el formulario, por lo que esperaban la autopsia para comunicárselo a los familiares.

Por la hora y el ánimo restante del día, Eustoquio decidió dejar el trabajo para mañana temprano, cuando tuviese las baterías bien cargadas y sus sentidos aguzados. Por no dejar, y por el morbo técnico de siempre, desde la cabecera descubrió la cara del cadáver de Juvenal. Nada especial. Un adulto de unos 65 años de edad, pelo castaño liso, tez blanca, ya con los efectos del rigor mortis. Nada especial, a no ser por algo extraño en la cara. Eustoquio caminó alrededor de la mesa metálica y fría, y al quedar enfrente del rostro notó la contracción anómala del cigomático y el risorio, lo cual configuraba un rictus de sonrisa.  

Eustoquio frunció el ceño formando un signo de interrogación. Nunca había visto algo similar. Sin embargo, y a pesar de la curiosidad despierta, el exhausto patólogo decidió dejarlo para mañana, mientras cubría muy lentamente el rostro ya amarillento y enigmático.

Con su octava taza de café en la mano, Toto -como le decían sus amigos-, sentado frente al televisor, como era su rutina después de llegar de la cola, miraba su serie de costumbre. No pasaba mucho tiempo sin que su memoria lo transportase de repente a la sonrisa que dejó en la penumbra.

Al regresar al día siguiente al hospital, desayunó en el cafetín con dos de sus colegas. No hubo comentarios particulares relacionados con el hallazgo de ayer. La tertulia se desenvolvió como siempre, y después del cigarro en la terraza del jardín, el doctor se dispuso a bajar a su puesto de trabajo.

Una vez en su elemento helado y casi en la penumbra, Eustoquio tomó su libreta de anotaciones y se dirigió a la mesa número tres, en la que yacía el cuerpo de Juvenal, la curiosidad que lo ocupaba. Encendió la lámpara y retiró la sábana blanca que cubría el cuerpo. Después de  verificar los datos con la etiqueta en el pulgar del pie derecho, y como quien se aproxima para preguntarle a su paciente cómo sigue, se acercó por un lado con la mirada aguzada sobre aquellos pómulos sonreídos.

La piel estaba intacta, sin moretones, heridas o cualquier irregularidad visible. “Lo que sea que se haya llevado a este hombre, debió ser interno”, pensó. Echó un ojo a la historia clínica del paciente, el certificado de  defunción y la autorización de la familia para ejecutar el procedimiento. Registró los datos en los libros de autopsia y entrada a la morgue, así como los efectos personales.

 Acercó los instrumentos en la bandeja a la cabeza de la mesa y se dispuso a hacer las incisiones de rutina. Comenzó con la típica “T” en el tórax, que luego de llegar al ombligo y abrirse como un libro, dejó ver los órganos abdominales de Juvenal. Eustoquio, con la tranquilidad que otorgan los años de experiencia, levantó la parrilla costal, pudiendo apreciar el estado del corazón y los pulmones. Eso sí, no dejó de notar el tamaño exagerado de su corazón, cuyo volumen había deformado las costillas medias en una extraña curvatura hacia afuera, así como causado la reducción anómala del pulmón izquierdo respecto del derecho.

Alejándose unos centímetros de la mesa para ver el panorama general con claridad, el tapabocas no dejaba ver los labios gestualizantes del patólogo entretenido.

Después de hacer presión, percutir y levantar algunos de los órganos, se reincorporó, y virando hacia la sonrisa del único miembro de la ausencia, le dijo: “Caramba, Juvenal, a juzgar por el estado externo de tus tripas, no se justifica tu partida, aunque sí tu sonrisa”. Por asuntos de la imaginación, pensó Eustoquio, después de brindar semejante cumplido al muerto, notó que éste sonrió un poquito más. Por supuesto, semejante profesional reputado no podía prestar atención a ese tipo de jugarretas de la mente, basándose en el alegato de que la ciencia y la magia están divorciadas desde sus nacimientos.

Por la hipertrofia del corazón y el tamaño anómalo de los pulmones, Eustoquio pudo haber tenido una inferencia superficial de la causa de la muerte, pero aún así, no se atrevía a anotar nada por el momento. Otro aspecto de este caso en particular era la extraña sonrisa con la que Juvenal se había despedido. Era tan perfecto el gesto, que resultaba imposible que la rigidez y la distensión de algunos nervios y músculos de la cara pudieran haber configurado tan espectacular guiño.

Eustoquio llamó por su teléfono al técnico que lo asistiría para que efectuase la extracción de los fluidos y tejidos pertinentes para completar la formalidad, y así establecer la causa oculta del deceso. La verdad es que la frescura palpable de los órganos, el color vivo que aún los acompañaba no daban pista alguna.

Una vez más se acercó Eustoquio a la cabecera de la mesa para ver el rostro de Juvenal, que parecía reírse un poquito más, y encimándose con su linterna para navegar en las pupilas del rígido acompañante, sintió una exhalación proveniente de los labios del cadáver, que decía “Tranquilo doctor, fue una muerte tranquila: déjelo así”.

Al sentir esa voz profunda, Eustoquio retrocedió torpemente, cayendo sentado en el suelo, del que se levantó como un rayo, y pegado a la pared de la esquina, y con sus ojos desorbitados, no dejaba de observar el cadáver desarmado del buen taxista. Volviendo a parpadear después de unos segundos, e intentando regresar a sus cabales de científico negándolo todo, caminó lentamente de vuelta hacia la mesa. Una sorpresa más le esperaba: Juvenal ya no sonreía.

No hubo testigos. No existió alguien que diera fe de la posible declaración de Eustoquio, renombrado profesional de la patología venezolana, ante comité médico alguno en este planeta.

“El cadáver de tu taxista que sonríe y habla”. Por supuesto, Eustoquio –se decía en el espejo del baño-, “de bolas que saldrás muy bien parado de todo esto”.

“Una pasión más”, pensó el patólogo. Igual que todo lo que ocurre entre sobresaltos, suele cegar la sabiduría ganada y empañar lo que habría de perdurar en el tiempo, como por ejemplo su dilatada carrera, su estatus y su bienestar. No estaba dispuesto a creer en nada distinto a estas alturas, aunque de que vuelen vuelen. El olor del cloroformo que ronda por el sitio y la poca iluminación por falta de presupuesto no ayudaban, y Eustoquio sintió que debía salir del sitio y alejarse del escenario cotidiano, esta vez perturbado por una aparente triquiñuela de su mente endurecida por los años por tanto libro, por tanta conferencia, por tanto confort.

El doctor Rojas, con la mano derecha rascando la barba ya iba para dos horas sentado en su escritorio, cavilando, especulando acerca de su futuro, de la seriedad comprometida con el evento de recién. Empuñaba sus manos bajo su barbilla, miraba hacia la sala, se enderezaba en el espaldar. Después de pensarlo sin cesar, y para salir de aquello lo más ileso posible, se incorporó, tomó la hoja del informe y escribió en el renglón de la causa: “Paciente masculino, 65 años de edad, de profesión taxista. Causa del deceso indeterminada; posible paro respiratorio fulminante a causa de un corazón inmenso”.

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