Era
finales de diciembre. El patólogo Eustoquio Rojas salía del centro comercial con
las bolsas de compras navideñas para la familia. Aprovechaba el mediodía para
salir rapidito del hospital y evitar hacerlo en la tarde, dada la mañana de
trabajo que había experimentado.
Para
asegurarse no llegar tarde al trabajo, tomó un taxi. Una vez en el asiento de
atrás, y rodeado de bolsas de marcas y colores, le indicó al conductor su
destino. “Los regalos, ¿no?”, le dijo el chofer a Eustoquio. “Así, es. Saliendo
de eso temprano para no andar apurado en la noche”. El chofer lo miró por el
espejo retrovisor y le comentó “Es bueno tener a quien regalar. Ud. es un
hombre afortunado”. El doctor asintió amablemente ante el comentario.
Al
llegar a la entrada principal del hospital, Eustoquio, enredado sacando las
bolsas y sin poder mirar la cara al conductor, inquirió al chofer: “¿Cuánto es,
señor?”, a lo que el hombre le respondió afectuosamente: “Tranquilo doctor, ha
sido un buen día: déjelo así”.
A
la mañana del día siguiente, tenía Eustoquio dos cuerpos nuevos por examinar.
El día había sido largo, y en la morgue del precario hospital no paraban de
llegar los cadáveres por riñas y accidentes de tránsito, propios de estas
fechas.
Después
del cafecito de las 4, y de echarle un ojo lascivo a la nueva patóloga -con
quien todavía no llegaba a trabajar-, bajaba las escaleras metálicas y de
pintura gris corroída que llevaban al sótano. Llamar el ascensor para bajar al
congelador resultaba mucho pedir.
Entrando
a la sala de autopsias, venía saliendo el doctor Martínez, uno de los profesionales
más admirados de la patología en el hospital; al parecer, por la omisión del
saludo y el pañuelo en la cara, salía después de no soportar el estado avanzado
de uno de sus usuarios. “Así sería la
cosa”, pensó Eustoquio.
Revisó
la carpeta de casos pendientes, y el próximo cuerpo pertenecía a un hombre
llamado Juvenal Hilario. La muerte fue repentina, y no había referencia escrita
de las circunstancias en el formulario, por lo que esperaban la autopsia para comunicárselo
a los familiares.
Por
la hora y el ánimo restante del día, Eustoquio decidió dejar el trabajo para
mañana temprano, cuando tuviese las baterías bien cargadas y sus sentidos
aguzados. Por no dejar, y por el morbo técnico de siempre, desde la cabecera descubrió
la cara del cadáver de Juvenal. Nada especial. Un adulto de unos 65 años de
edad, pelo castaño liso, tez blanca, ya con los efectos del rigor mortis. Nada
especial, a no ser por algo extraño en la cara. Eustoquio caminó alrededor de
la mesa metálica y fría, y al quedar enfrente del rostro notó la contracción anómala
del cigomático y el risorio, lo cual configuraba un rictus de sonrisa.
Eustoquio
frunció el ceño formando un signo de interrogación. Nunca había visto algo
similar. Sin embargo, y a pesar de la curiosidad despierta, el exhausto patólogo
decidió dejarlo para mañana, mientras cubría muy lentamente el rostro ya amarillento
y enigmático.
Con
su octava taza de café en la mano, Toto -como le decían sus amigos-, sentado
frente al televisor, como era su rutina después de llegar de la cola, miraba su
serie de costumbre. No pasaba mucho tiempo sin que su memoria lo transportase
de repente a la sonrisa que dejó en la penumbra.
Al
regresar al día siguiente al hospital, desayunó en el cafetín con dos de sus
colegas. No hubo comentarios particulares relacionados con el hallazgo de ayer.
La tertulia se desenvolvió como siempre, y después del cigarro en la terraza del
jardín, el doctor se dispuso a bajar a su puesto de trabajo.
Una
vez en su elemento helado y casi en la penumbra, Eustoquio tomó su libreta de
anotaciones y se dirigió a la mesa número tres, en la que yacía el cuerpo de
Juvenal, la curiosidad que lo ocupaba. Encendió la lámpara y retiró la sábana
blanca que cubría el cuerpo. Después de verificar
los datos con la etiqueta en el pulgar del pie derecho, y como quien se
aproxima para preguntarle a su paciente cómo sigue, se acercó por un lado con
la mirada aguzada sobre aquellos pómulos sonreídos.
La
piel estaba intacta, sin moretones, heridas o cualquier irregularidad visible. “Lo
que sea que se haya llevado a este hombre, debió ser interno”, pensó. Echó un
ojo a la historia clínica del paciente, el certificado de defunción y la autorización de la familia para
ejecutar el procedimiento. Registró los datos en los libros de autopsia y
entrada a la morgue, así como los efectos personales.
Acercó los instrumentos en la bandeja a la
cabeza de la mesa y se dispuso a hacer las incisiones de rutina. Comenzó con la
típica “T” en el tórax, que luego de llegar al ombligo y abrirse como un libro,
dejó ver los órganos abdominales de Juvenal. Eustoquio, con la tranquilidad que
otorgan los años de experiencia, levantó la parrilla costal, pudiendo apreciar
el estado del corazón y los pulmones. Eso sí, no dejó de notar el tamaño
exagerado de su corazón, cuyo volumen había deformado las costillas medias en
una extraña curvatura hacia afuera, así como causado la reducción anómala del
pulmón izquierdo respecto del derecho.
Alejándose
unos centímetros de la mesa para ver el panorama general con claridad, el
tapabocas no dejaba ver los labios gestualizantes del patólogo entretenido.
Después
de hacer presión, percutir y levantar algunos de los órganos, se reincorporó, y
virando hacia la sonrisa del único miembro de la ausencia, le dijo: “Caramba,
Juvenal, a juzgar por el estado externo de tus tripas, no se justifica tu
partida, aunque sí tu sonrisa”. Por asuntos de la imaginación, pensó Eustoquio,
después de brindar semejante cumplido al muerto, notó que éste sonrió un
poquito más. Por supuesto, semejante profesional reputado no podía prestar
atención a ese tipo de jugarretas de la mente, basándose en el alegato de que
la ciencia y la magia están divorciadas desde sus nacimientos.
Por
la hipertrofia del corazón y el tamaño anómalo de los pulmones, Eustoquio pudo
haber tenido una inferencia superficial de la causa de la muerte, pero aún así,
no se atrevía a anotar nada por el momento. Otro aspecto de este caso en
particular era la extraña sonrisa con la que Juvenal se había despedido. Era tan
perfecto el gesto, que resultaba imposible que la rigidez y la distensión de
algunos nervios y músculos de la cara pudieran haber configurado tan
espectacular guiño.
Eustoquio
llamó por su teléfono al técnico que lo asistiría para que efectuase la
extracción de los fluidos y tejidos pertinentes para completar la formalidad, y
así establecer la causa oculta del deceso. La verdad es que la frescura
palpable de los órganos, el color vivo
que aún los acompañaba no daban pista alguna.
Una
vez más se acercó Eustoquio a la cabecera de la mesa para ver el rostro de
Juvenal, que parecía reírse un poquito
más, y encimándose con su linterna para navegar en las pupilas del rígido
acompañante, sintió una exhalación proveniente de los labios del cadáver, que
decía “Tranquilo doctor, fue una muerte tranquila: déjelo así”.
Al
sentir esa voz profunda, Eustoquio retrocedió torpemente, cayendo sentado en el
suelo, del que se levantó como un rayo, y pegado a la pared de la esquina, y
con sus ojos desorbitados, no dejaba de observar el cadáver desarmado del buen taxista.
Volviendo a parpadear después de unos segundos, e intentando regresar a sus
cabales de científico negándolo todo, caminó lentamente de vuelta hacia la
mesa. Una sorpresa más le esperaba: Juvenal ya no sonreía.
No
hubo testigos. No existió alguien que diera fe de la posible declaración de
Eustoquio, renombrado profesional de la patología venezolana, ante comité
médico alguno en este planeta.
“El
cadáver de tu taxista que sonríe y habla”. Por supuesto, Eustoquio –se decía en
el espejo del baño-, “de bolas que saldrás muy bien parado de todo esto”.
“Una
pasión más”, pensó el patólogo. Igual que todo lo que ocurre entre sobresaltos,
suele cegar la sabiduría ganada y empañar lo que habría de perdurar en el
tiempo, como por ejemplo su dilatada carrera, su estatus y su bienestar. No estaba
dispuesto a creer en nada distinto a estas alturas, aunque de que vuelen vuelen.
El olor del cloroformo que ronda por el sitio y la poca iluminación por falta
de presupuesto no ayudaban, y Eustoquio sintió que debía salir del sitio y
alejarse del escenario cotidiano, esta vez perturbado por una aparente
triquiñuela de su mente endurecida por los años por tanto libro, por tanta
conferencia, por tanto confort.
El
doctor Rojas, con la mano derecha rascando la barba ya iba para dos horas
sentado en su escritorio, cavilando, especulando acerca de su futuro, de la
seriedad comprometida con el evento de recién. Empuñaba sus manos bajo su
barbilla, miraba hacia la sala, se enderezaba en el espaldar. Después de
pensarlo sin cesar, y para salir de aquello lo más ileso posible, se incorporó,
tomó la hoja del informe y escribió en el renglón de la causa: “Paciente
masculino, 65 años de edad, de profesión taxista. Causa del deceso
indeterminada; posible paro respiratorio fulminante a causa de un corazón
inmenso”.
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