Unos minutos
después de comenzar la lluvia, se pudo ver claramente: había una gotera que
caía en medio de la sala. Inmediatamente, los cinco hijos de la doña,
profesionales entusiastas todos, comenzaron a vislumbrar la posible solución al
inconveniente. No dejaba de llover. No dejaba de caer. Desde el de menor edad
al de mayor, cada hermano opinó y hasta con croquis para justificar tantos años
de universidad. Después de ningunear a los viejos —sus padres—, les dijeron que
se quedaran tranquilos, que ellos se encargarían. Pasaron las horas de algunos
días y los muchachos, entusiastas por el no tan nuevo reto y con los pies ya en
un pozo, zigzagueaban entre la física, la química y la matemática; entre la
evaporación y los vasos comunicantes, entre ventiladores y aspersión; pero las
pruebas arrojaban cada vez el mismo resultado. Los padres advertían que el agua
estaba subiendo su nivel, pero entre disertaciones, discusiones y hasta peleas
de pelo mojado, los vástagos los volvían a apartar de la “zona cero”.
Decidieron los doctores buscar ayuda afuera, pero no se consiguió el aporte
esperado. Ya la sala parecía un campo de batalla perdida, y entre una y otra
exclamación, el padre, fastidiado de tanto empecinamiento, subió al techo y
aplicó un parcho de asfalto con su dedo sobre el agujero, tapando así la gotera
al instante. Bajó, recogió su bastón y se volvió a sentar con su vieja en el
sofá. Después de mirar fijamente al techo por unos segundos, los “muchachos” no
solamente no reconocieron la efectividad de la intervención de Venancio, si no
que fue criticado despiadadamente por “la falta de metodologías en los
procedimientos técnicos utilizados”. Mequetrefes insalubres.
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