viernes, 18 de agosto de 2017

¿Corrupta esa máquina? Nah...

Me acerqué sin que se diera cuenta. Daba pasos silenciosos para que no se asustara. Una vez al lado de ella, me recosté suavemente, como saludando afablemente, casi acariciándola. Le pregunté cómo estaba, cómo seguía su salud y su familia, pero no se mostró amable. Seguía incólume en su posición, extendiendo la ranura para que insertara el billete exacto para proveerme del producto que ofrecía, entre botones luces y procedimientos. Le dije que me faltaban unas monedas para alcanzar la cifra necesaria y estaba confiado en que podía manipular a la máquina con mis métodos persuasivos, y claro, con mis encantos. Pero la cosa resultó cuesta arriba. Le ofrecí lo que traía, confesándole mis penas del alma para que se ablandase y soltara el sobrecito; le mostré el contenido de mis bolsillos para que viera cómo me traía la vida, pero tampoco hubo efecto. Aunque no emitía palabra, sentía que me miraba, que me criticaba, y justo en ese momento, un muchacho de gorra y que masticaba chicle se me adelantó, la accionó según las instrucciones y la muy… le despachó lo que quería. Quedé solo con ella de nuevo y no sabía ya qué hacer. Era una especie de desesperación in crescendo la que se apoderaba de mí, mientras pensaba algún tipo de oferta rara, de soborno, de extorsión aplicable al mecanismo; pero resultó que después de dos horas de intentos infructuosos, de picadas de ojos, de historias tristes y algunas groserías entre dientes, el artefacto no quiso darme lo que quería… no quiso (¿lo pueden creer?). Tres ruegos, dos insultos y una patada no sirvieron. La verdad es que creí que el hombre había hecho a la máquina a su imagen y semejanza, con su inteligencia y multiplicidad de maneras, pero también con sus engaños, trucos y demás vicios conocidos. No fue así —no esta vez—. Tardé un rato esa noche y otro rato en la madrugada para entender que esa máquina no era flexible, que no era corrupta, como tendemos a serlo nosotros en ocasiones en las que se presenta la oportunidad. A pesar de mi brutalidad casi insuperable, supe que una norma sin control no sirve para nada; que lo normal podría ser, digo yo, que actuásemos con la ingenuidad del bien, con la ausencia de lo peligrosos que somos cuando tenemos miedo.

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