Todos
se sorprendieron de ver que yo sacara ese cuchillo en plena reunión,
aunque lo hiciera en defensa propia. “¡Yo sabía esa vaina,
maldito loco!”, le grité mientras me acercaba de espaldas a la
pared.
Yo
sabía que mi vecino manifestaba cierta peligrosidad al saludar
intermitemente, cuando salía de repente desde detrás de alguna
columna del condominio sin decir palabra alguna; al escrutar a los
pasantes cuando regresaban de sus trabajos desde un lado de las
escaleras.
Sin
embargo, decidí aceptar la invitación a la reunión a su
apartamento, en el piso de arriba, exactamente encima de donde vivía,
aunque al principio de pensar creí que me haría el loco y dejaría
de ir a última hora.
Siempre
había existido mi parecer de que el vecino se traía algo entre
manos. Los extraños sonidos en la madrugada, los gemidos y gritos
sordos, los muebles rodados y los golpeteos en momentos inadecuados
para armar parapetos de predecible naturaleza retorcida, me hacían
presumir de su salud mental.
Y
ahí estaba yo, con un cuchillo cuadrado de picar carne, en medio de
la sala poblada de vecinos y amigos del loco. Ignacio, el vecino,
blandía un pica-papas seguramente usado en reuniones del pasado,
dadas las manchas marrones rojizas de pellejo de otros seres, de
guindochos de tejidos ya secos de los que no quitaba yo la mirada
aterrorizada, pero bien resuelto a salir vivo de todo aquello.
-¿Qué
te pasa vecino? - preguntó con su sonrisita de sicópata.
Yo,
que casi no escuché nada, me movía sigilosamente alrededor de la
mesa de sala que servía de eje de la lucha encarnizada por venir. La
presidenta del condominio y la administradora del estacionamiento; la
conserje y la chismosa del 5; el culito del 7 y el baboso de planta
baja... apartándose y acomodándose con cierto temblor, y aún sin
querer retirarse, todos miraban con placer disimulado la contienda
inminente.