Ya estaba lista para tomar el metro. El
andén estaba repleto. Seguro me iban a arrugar el vestido que escogí
para mi entrevista de trabajo de hoy. Aún estaba esperando por el
resultado de dos entrevistas previas y no pensaba parar de intentar
hasta conseguir algo que me gustase;total, no debería haber mucha
dificultad para una joven profesional de 27 años.
Se detuvo el tren, abriendo sus puertas
enfrente de mí. Salieron quienes llegaron y llegó el consabido
estrujón de acomodo en el interior. Como es normal, el vagón era un
amasijo de perfumes, murmullos y comentarios de poca monta. Miré a
un lado y al otro y no había espacio dónde distender la presión en
la que quedé, cosa que ocurriría dos o tres estaciones más
adelante, cuando el zarandeo haría emparejar el cúmulo de
transeúntes.
Respirando ya con calma, dejé colar la
mirada entre la gente hasta llegar a una pareja que se besaba en ese
momento. Ella, una linda joven, vestida de formalidad y pelo negro,
aceptaba caricias furtivas de aquel hombre que rasgaba la madurez, y
que, mirando a los lados con picardía y disimulo, tocaba con el
revés de la mano el pecho y el pompis de la muchacha. Ella, en una
mezcla de vergüenza y travesura, sonreía pelando los ojos, como
advirtiendo: “¡nos van a ver!”.
Semejante bochinche permaneció durante
varios minutos, y no pudiendo ocultar mi molestia por tal trastada en
público; ante esa barbaridad que debería estar reservada para la
intimidad, sólo esperaba que el tipo me mirase para torcerle los
ojos en señal de desprecio. Afortunadamente, y ya para librarme ese
antro de desvergüenza, llegué a mi estación; y mientras trataba de
concentrarme en anticipar las cuestiones a responder en la próxima
sesión laboral, tomé la escaleras mecánicas hasta la salida de la
estación.
Una vez en la acera, fijé mi mirada en
la inmensa torre a la que debía ingresar y presentar mi currículo.
“Buenos días, señorita”, saludé a la recepcionista, “Vine a
la entrevista de las 8. Aquí están mis papeles”. Con una sonrisa
de mentira, la rubia tomó mis papeles y, según pude ver, escribió
algo en el chat de su computadora. “Tome asiento”, me indicó.
“Ya vienen a buscarla”.
Pasaron muy pocos minutos antes de que
una señora entrada en años, alta y de muy buena presencia, saliera
del pasillo repleto de pinturas al óleo: “¿Es Ud. la señorita
Amanda Rízquez?”, preguntó. Asentí con la cabeza mientras la
saludaba con la mano. “Pase por aquí”, me conminó, mientras me
conducía a la sala de reuniones. “El licenciado Pacheco la
atenderá en breve. Tome asiento que él sabe que Ud. está acá”.
Me senté en la más cercana de las
quince sillas de aquella mesa pulida que llegaba hasta pared de
cristal, desde la que se dejaba ver la ciudad. No aguanté la
curiosidad de asomarme y me levanté enfrente del vidrio, sintiendo
algo de vértigo ante la inmensidad del paisaje urbano.
“Buenos días, ¿Señorita Rízquez?
Siéntese, por favor”, escuché desde detrás. Dejando las azoteas
de los edificios vecinos, viré la cabeza hacia la entrada de la
sala, donde la mitad del cuerpo del Sr. Pacheco se mostraba de
espalda, mientras le daba una última instrucción a su secretaria y
me hacía señas de esperar. Me senté cerca del ventanal, mientras
ellos terminaban de hablar.
No recuerdo haber recibido una sorpresa
parecida desde hacía muchos años. Cuando el susodicho Sr. Pacheco
me dio la cara, con sonrisa y todo, con palabras que no atinaba a
escuchar, descubrí que mi potencial empleador era el desvergonzado
que venía en el metro, manoseando a aquella muchacha.
No escuché el saludo. No escuché las
primeras de sus preguntas, seguramente relacionadas con un café o
con el viaje a la oficina. Estaba yo estupefacta por la mala jugada
del destino, mirando a aquel despreciable tipo que profería frases
sin sonido, mientras él mismo comenzaba a notar que yo no le
prestaba atención.
“Srta. Rízquez... ¡Srta. Rizquez!”,
me inquiría mientras miraba en el fondo de mis ojos a ver si
encontraba a alguien. De repente desperté de la andanada de asco que
me invadió y comencé a escuchar sus palabras de inquietud: “Srta.
Rízquez, ¿Qué le pasa?... ¡Matilde, trae agua por favor!”. En
sólo segundos, entró la misma señora de hacía un rato,
preocupada, con un vaso de agua y servilletas en sus manos.
Digerí la escena y traté de
componerme de la manera más elegante y menos comprometida posible.
El despreciable pervertido, con sus ojos claros y sus cejas
excelentemente arregladas me ofrecía el vaso con agua mientras
maromeaba en el borde de su silla. Tenía dos pensamientos
recurrentes en mi mente atribulada: (1) esta corporación era una
excelente oportunidad para mi carrera, para destacarme como miembro
de esta firma, y (2) cómo podría yo trabajar para alguien con tan
reprobable conducta. Dada la disyuntiva, decidí seguir adelante con
la entrevista y luego, en el camino, tendría más calma para decidir
si desechar la oportunidad o no.
“¿Está mejor?”, me preguntó una
vez más. Tomé el vaso con agua y con una sonrisa nerviosa asentí y
comencé a beber. “¿Qué le pasó? ¿Está enferma?”, preguntó
con preocupación. Yo sabía que no podía aducir enfermedad, sobre
todo si estaba en una entrevista de trabajo. Por supuesto, tampoco
podría decirle: “No, chico, la verdad es que me dejaste timbrada
cuando supe que tú eras el sádico del metro”.
“No. Lo que pasa es que tengo un
familiar enfermo y eso me tiene bastante trastornada. Por favor,
discúlpeme”. No sé si se tragó el cuento, pero al menos se
incorporó en su asiento, recostándose con más tranquilidad en el
espaldar. Tomó mis papeles y mientras los ojeaba de arriba abajo, me
dijo:
-Bueno, me alivia que se haya repuesto
de su trance temporal. Retomando la entrevista, Srta. Rízquez,
estuve revisando su historial y aparentemente, a pesar de su corta
edad ha logrado usted acumular la experiencia necesaria para el cargo
que debemos establecer en la Gerencia. No sé si se haya enterado por
los periódicos, pero estamos en un proceso de reacomodo, de
reestructuración de nuestras empresas y necesitamos una persona
joven, capaz y comprometida con los objetivos que la presidencia se
ha trazado. Esta es una corporación con amplia tradición en el país
y debemos ser cuidadosos es eso de conservar la imagen, Ud. Sabe
(...)”.
Cuando nombró lo de la imagen, se vino
de nuevo a la mente el momento en el vagón, cuando este “Ejecutivo”
perpetraba lo que podría ser, según mi formación, un crimen.
Mientras Pacheco conversaba en un lenguaje impecable acerca de la
corporación, gesticulaba con mucha simpatía, moviendo sus manos
excelentemente formadas, dibujando esquemas en el aire. Si no lo
conociera como lo conozco, diría que es un hombre respetable y hasta
encantador; pero ya lo conozco: es un asqueroso.
Yendo y viniendo entre la explicación
de Pacheco y la escena en el tren, trataba de hilar las ideas para
entender la oferta de trabajo y las expectativas que podría
formularme en adelante.
Pacheco, terminando con su disertación
de buenas prácticas de lo que sería la principal empresa de seguros
del país, después de ojear la última página de mi currículo, me
miró a los ojos y blandiendo una sonrisa, dijo:
-La verdad es que me parece que su
perfil está bastante completo y nos satisfaría si aceptase nuestra
oferta. ¿Qué le parece? ¿está interesada?
Ya hacía rato del incidente
desagradable en el subsuelo citadino, y aunque no dejaba de zumbarme
en el recuerdo la escenita, el rechazo había sido limado en algún
grado por la presencia renovada y afable de aquel hombre, indudable
ficha en esa organización de tal renombre.
Pensé en mi familia, en la
satisfacción que les daría entrando a trabajar en aquella oficina,
con todos los beneficios que ofrecía y con las proyecciones de
progreso que podría yo barajar al pasar de los años. Puse,
rápidamente, en una balanza todos los elementos a evaluar y me dije
“Qué carajos: claro que sí”.
“Sí, Sr. Pacheco, estoy interesada”,
dije, saliendo de la resignación y entrando en una onda de progreso.
“En ese caso, bienvenida a la Organización”, asestó con una
sonrisa amable. “La esperamos el lunes a las ocho de la mañana”.
Ambos, sonreídos, nos levantamos de la mesa y nos dimos las manos
con cierto entusiasmo y nervios de mi parte.
No sé por qué, pero en medio del
saludo final, me pareció, por una fracción de segundo, que Pacheco
estaba ejerciendo una presión indebida sobre mi mano, invocando,
irremediablemente, la escena en el vagón. Halé mi mano con ira y le
grite en su cara:
-¡Suéltame, sucio! No vas a hacer
conmigo lo que hiciste con esa muchacha en el metro esta mañana. No
vas a lograr abusar de mí como seguro abusas de las mujeres que
están a tu alrededor, valiéndote de tu cargo y tu sarta de
pendejadas corporativas. Conmigo no, delincuente sexual, ¡ni lo
sueñes!
Pacheco me tomó por los hombros, y
confundido, preguntó:
-¿Qué le pasa, Srta Rízquez, qué ha
pasado?
-Yo te vi, yo sé de lo que eres capaz.
Yo vi cuando manoseabas a esa muchacha en el tren. No tienes moral
para hablar de imagen. Eres un descarado ¡Suéltame!
Tomé mi cartera, y terciándomela en
el hombro, salí de aquella sala azotando la puerta y dejando a un
Pacheco boquiabierto que no parecía entender nada. Enceguecida por
la rabia, pasé por la recepción sin mirar a nadie, llegando al
pasillo de ascensores, en el que caminaba de un lado a otro, rogando:
“¡Llega, coño, llega, quiero salir ya de esta vaina!”.
Al llegar a la planta baja, corrí
apurada para salir del edificio, cuando de pronto sonó mi celular.
En medio de la acera y el bullicio, vi que el número era de un
teléfono fijo. Sin pensarlo mucho, contesté:
-¡Buenos días!
-Buenos días, ¿es la Srta. Rizquez?
-Sí, ¿quién habla?
-Es Matilde, la secretaria del
Licenciado Pacheco.
“Qué fastidio”, pensé, “¡yo lo
que quiero es alejarme de todo esto!”
-¡Ajá, diga!
-El señor Pacheco le manda a decir que
él no usa metro, que él llega todos los días en el helicóptero de
la Empresa. Que tenga feliz día, señorita Rízquez”.