jueves, 30 de agosto de 2012

Entrevista con el sádico


Ya estaba lista para tomar el metro. El andén estaba repleto. Seguro me iban a arrugar el vestido que escogí para mi entrevista de trabajo de hoy. Aún estaba esperando por el resultado de dos entrevistas previas y no pensaba parar de intentar hasta conseguir algo que me gustase;total, no debería haber mucha dificultad para una joven profesional de 27 años.

Se detuvo el tren, abriendo sus puertas enfrente de mí. Salieron quienes llegaron y llegó el consabido estrujón de acomodo en el interior. Como es normal, el vagón era un amasijo de perfumes, murmullos y comentarios de poca monta. Miré a un lado y al otro y no había espacio dónde distender la presión en la que quedé, cosa que ocurriría dos o tres estaciones más adelante, cuando el zarandeo haría emparejar el cúmulo de transeúntes.

Respirando ya con calma, dejé colar la mirada entre la gente hasta llegar a una pareja que se besaba en ese momento. Ella, una linda joven, vestida de formalidad y pelo negro, aceptaba caricias furtivas de aquel hombre que rasgaba la madurez, y que, mirando a los lados con picardía y disimulo, tocaba con el revés de la mano el pecho y el pompis de la muchacha. Ella, en una mezcla de vergüenza y travesura, sonreía pelando los ojos, como advirtiendo: “¡nos van a ver!”.

Semejante bochinche permaneció durante varios minutos, y no pudiendo ocultar mi molestia por tal trastada en público; ante esa barbaridad que debería estar reservada para la intimidad, sólo esperaba que el tipo me mirase para torcerle los ojos en señal de desprecio. Afortunadamente, y ya para librarme ese antro de desvergüenza, llegué a mi estación; y mientras trataba de concentrarme en anticipar las cuestiones a responder en la próxima sesión laboral, tomé la escaleras mecánicas hasta la salida de la estación.

Una vez en la acera, fijé mi mirada en la inmensa torre a la que debía ingresar y presentar mi currículo. “Buenos días, señorita”, saludé a la recepcionista, “Vine a la entrevista de las 8. Aquí están mis papeles”. Con una sonrisa de mentira, la rubia tomó mis papeles y, según pude ver, escribió algo en el chat de su computadora. “Tome asiento”, me indicó. “Ya vienen a buscarla”.

Pasaron muy pocos minutos antes de que una señora entrada en años, alta y de muy buena presencia, saliera del pasillo repleto de pinturas al óleo: “¿Es Ud. la señorita Amanda Rízquez?”, preguntó. Asentí con la cabeza mientras la saludaba con la mano. “Pase por aquí”, me conminó, mientras me conducía a la sala de reuniones. “El licenciado Pacheco la atenderá en breve. Tome asiento que él sabe que Ud. está acá”.

Me senté en la más cercana de las quince sillas de aquella mesa pulida que llegaba hasta pared de cristal, desde la que se dejaba ver la ciudad. No aguanté la curiosidad de asomarme y me levanté enfrente del vidrio, sintiendo algo de vértigo ante la inmensidad del paisaje urbano.

“Buenos días, ¿Señorita Rízquez? Siéntese, por favor”, escuché desde detrás. Dejando las azoteas de los edificios vecinos, viré la cabeza hacia la entrada de la sala, donde la mitad del cuerpo del Sr. Pacheco se mostraba de espalda, mientras le daba una última instrucción a su secretaria y me hacía señas de esperar. Me senté cerca del ventanal, mientras ellos terminaban de hablar.

No recuerdo haber recibido una sorpresa parecida desde hacía muchos años. Cuando el susodicho Sr. Pacheco me dio la cara, con sonrisa y todo, con palabras que no atinaba a escuchar, descubrí que mi potencial empleador era el desvergonzado que venía en el metro, manoseando a aquella muchacha.

No escuché el saludo. No escuché las primeras de sus preguntas, seguramente relacionadas con un café o con el viaje a la oficina. Estaba yo estupefacta por la mala jugada del destino, mirando a aquel despreciable tipo que profería frases sin sonido, mientras él mismo comenzaba a notar que yo no le prestaba atención.

“Srta. Rízquez... ¡Srta. Rizquez!”, me inquiría mientras miraba en el fondo de mis ojos a ver si encontraba a alguien. De repente desperté de la andanada de asco que me invadió y comencé a escuchar sus palabras de inquietud: “Srta. Rízquez, ¿Qué le pasa?... ¡Matilde, trae agua por favor!”. En sólo segundos, entró la misma señora de hacía un rato, preocupada, con un vaso de agua y servilletas en sus manos.

Digerí la escena y traté de componerme de la manera más elegante y menos comprometida posible. El despreciable pervertido, con sus ojos claros y sus cejas excelentemente arregladas me ofrecía el vaso con agua mientras maromeaba en el borde de su silla. Tenía dos pensamientos recurrentes en mi mente atribulada: (1) esta corporación era una excelente oportunidad para mi carrera, para destacarme como miembro de esta firma, y (2) cómo podría yo trabajar para alguien con tan reprobable conducta. Dada la disyuntiva, decidí seguir adelante con la entrevista y luego, en el camino, tendría más calma para decidir si desechar la oportunidad o no.

“¿Está mejor?”, me preguntó una vez más. Tomé el vaso con agua y con una sonrisa nerviosa asentí y comencé a beber. “¿Qué le pasó? ¿Está enferma?”, preguntó con preocupación. Yo sabía que no podía aducir enfermedad, sobre todo si estaba en una entrevista de trabajo. Por supuesto, tampoco podría decirle: “No, chico, la verdad es que me dejaste timbrada cuando supe que tú eras el sádico del metro”.

“No. Lo que pasa es que tengo un familiar enfermo y eso me tiene bastante trastornada. Por favor, discúlpeme”. No sé si se tragó el cuento, pero al menos se incorporó en su asiento, recostándose con más tranquilidad en el espaldar. Tomó mis papeles y mientras los ojeaba de arriba abajo, me dijo:

-Bueno, me alivia que se haya repuesto de su trance temporal. Retomando la entrevista, Srta. Rízquez, estuve revisando su historial y aparentemente, a pesar de su corta edad ha logrado usted acumular la experiencia necesaria para el cargo que debemos establecer en la Gerencia. No sé si se haya enterado por los periódicos, pero estamos en un proceso de reacomodo, de reestructuración de nuestras empresas y necesitamos una persona joven, capaz y comprometida con los objetivos que la presidencia se ha trazado. Esta es una corporación con amplia tradición en el país y debemos ser cuidadosos es eso de conservar la imagen, Ud. Sabe (...)”.

Cuando nombró lo de la imagen, se vino de nuevo a la mente el momento en el vagón, cuando este “Ejecutivo” perpetraba lo que podría ser, según mi formación, un crimen. Mientras Pacheco conversaba en un lenguaje impecable acerca de la corporación, gesticulaba con mucha simpatía, moviendo sus manos excelentemente formadas, dibujando esquemas en el aire. Si no lo conociera como lo conozco, diría que es un hombre respetable y hasta encantador; pero ya lo conozco: es un asqueroso.

Yendo y viniendo entre la explicación de Pacheco y la escena en el tren, trataba de hilar las ideas para entender la oferta de trabajo y las expectativas que podría formularme en adelante.

Pacheco, terminando con su disertación de buenas prácticas de lo que sería la principal empresa de seguros del país, después de ojear la última página de mi currículo, me miró a los ojos y blandiendo una sonrisa, dijo:

-La verdad es que me parece que su perfil está bastante completo y nos satisfaría si aceptase nuestra oferta. ¿Qué le parece? ¿está interesada?

Ya hacía rato del incidente desagradable en el subsuelo citadino, y aunque no dejaba de zumbarme en el recuerdo la escenita, el rechazo había sido limado en algún grado por la presencia renovada y afable de aquel hombre, indudable ficha en esa organización de tal renombre.

Pensé en mi familia, en la satisfacción que les daría entrando a trabajar en aquella oficina, con todos los beneficios que ofrecía y con las proyecciones de progreso que podría yo barajar al pasar de los años. Puse, rápidamente, en una balanza todos los elementos a evaluar y me dije “Qué carajos: claro que sí”.

“Sí, Sr. Pacheco, estoy interesada”, dije, saliendo de la resignación y entrando en una onda de progreso. “En ese caso, bienvenida a la Organización”, asestó con una sonrisa amable. “La esperamos el lunes a las ocho de la mañana”. Ambos, sonreídos, nos levantamos de la mesa y nos dimos las manos con cierto entusiasmo y nervios de mi parte.

No sé por qué, pero en medio del saludo final, me pareció, por una fracción de segundo, que Pacheco estaba ejerciendo una presión indebida sobre mi mano, invocando, irremediablemente, la escena en el vagón. Halé mi mano con ira y le grite en su cara:

-¡Suéltame, sucio! No vas a hacer conmigo lo que hiciste con esa muchacha en el metro esta mañana. No vas a lograr abusar de mí como seguro abusas de las mujeres que están a tu alrededor, valiéndote de tu cargo y tu sarta de pendejadas corporativas. Conmigo no, delincuente sexual, ¡ni lo sueñes!

Pacheco me tomó por los hombros, y confundido, preguntó:
-¿Qué le pasa, Srta Rízquez, qué ha pasado?
-Yo te vi, yo sé de lo que eres capaz. Yo vi cuando manoseabas a esa muchacha en el tren. No tienes moral para hablar de imagen. Eres un descarado ¡Suéltame!

Tomé mi cartera, y terciándomela en el hombro, salí de aquella sala azotando la puerta y dejando a un Pacheco boquiabierto que no parecía entender nada. Enceguecida por la rabia, pasé por la recepción sin mirar a nadie, llegando al pasillo de ascensores, en el que caminaba de un lado a otro, rogando: “¡Llega, coño, llega, quiero salir ya de esta vaina!”.

Al llegar a la planta baja, corrí apurada para salir del edificio, cuando de pronto sonó mi celular. En medio de la acera y el bullicio, vi que el número era de un teléfono fijo. Sin pensarlo mucho, contesté:

-¡Buenos días!
-Buenos días, ¿es la Srta. Rizquez?
-Sí, ¿quién habla?
-Es Matilde, la secretaria del Licenciado Pacheco.

“Qué fastidio”, pensé, “¡yo lo que quiero es alejarme de todo esto!”
-¡Ajá, diga!
-El señor Pacheco le manda a decir que él no usa metro, que él llega todos los días en el helicóptero de la Empresa. Que tenga feliz día, señorita Rízquez”.

domingo, 26 de agosto de 2012

La Sonrisa del Muerto


 Era finales de diciembre. El patólogo Eustoquio Rojas salía del centro comercial con las bolsas de compras navideñas para la familia. Aprovechaba el mediodía para salir rapidito del hospital y evitar hacerlo en la tarde, dada la mañana de trabajo que había experimentado.

Para asegurarse no llegar tarde al trabajo, tomó un taxi. Una vez en el asiento de atrás, y rodeado de bolsas de marcas y colores, le indicó al conductor su destino. “Los regalos, ¿no?”, le dijo el chofer a Eustoquio. “Así, es. Saliendo de eso temprano para no andar apurado en la noche”. El chofer lo miró por el espejo retrovisor y le comentó “Es bueno tener a quien regalar. Ud. es un hombre afortunado”. El doctor asintió amablemente ante el comentario.

Al llegar a la entrada principal del hospital, Eustoquio, enredado sacando las bolsas y sin poder mirar la cara al conductor, inquirió al chofer: “¿Cuánto es, señor?”, a lo que el hombre le respondió afectuosamente: “Tranquilo doctor, ha sido un buen día: déjelo así”.

A la mañana del día siguiente, tenía Eustoquio dos cuerpos nuevos por examinar. El día había sido largo, y en la morgue del precario hospital no paraban de llegar los cadáveres por riñas y accidentes de tránsito, propios de estas fechas.

Después del cafecito de las 4, y de echarle un ojo lascivo a la nueva patóloga -con quien todavía no llegaba a trabajar-, bajaba las escaleras metálicas y de pintura gris corroída que llevaban al sótano. Llamar el ascensor para bajar al congelador resultaba mucho pedir.

Entrando a la sala de autopsias, venía saliendo el doctor Martínez, uno de los profesionales más admirados de la patología en el hospital; al parecer, por la omisión del saludo y el pañuelo en la cara, salía después de no soportar el estado avanzado de uno de sus usuarios. “Así sería la cosa”, pensó Eustoquio.

Revisó la carpeta de casos pendientes, y el próximo cuerpo pertenecía a un hombre llamado Juvenal Hilario. La muerte fue repentina, y no había referencia escrita de las circunstancias en el formulario, por lo que esperaban la autopsia para comunicárselo a los familiares.

Por la hora y el ánimo restante del día, Eustoquio decidió dejar el trabajo para mañana temprano, cuando tuviese las baterías bien cargadas y sus sentidos aguzados. Por no dejar, y por el morbo técnico de siempre, desde la cabecera descubrió la cara del cadáver de Juvenal. Nada especial. Un adulto de unos 65 años de edad, pelo castaño liso, tez blanca, ya con los efectos del rigor mortis. Nada especial, a no ser por algo extraño en la cara. Eustoquio caminó alrededor de la mesa metálica y fría, y al quedar enfrente del rostro notó la contracción anómala del cigomático y el risorio, lo cual configuraba un rictus de sonrisa.  

Eustoquio frunció el ceño formando un signo de interrogación. Nunca había visto algo similar. Sin embargo, y a pesar de la curiosidad despierta, el exhausto patólogo decidió dejarlo para mañana, mientras cubría muy lentamente el rostro ya amarillento y enigmático.

Con su octava taza de café en la mano, Toto -como le decían sus amigos-, sentado frente al televisor, como era su rutina después de llegar de la cola, miraba su serie de costumbre. No pasaba mucho tiempo sin que su memoria lo transportase de repente a la sonrisa que dejó en la penumbra.

Al regresar al día siguiente al hospital, desayunó en el cafetín con dos de sus colegas. No hubo comentarios particulares relacionados con el hallazgo de ayer. La tertulia se desenvolvió como siempre, y después del cigarro en la terraza del jardín, el doctor se dispuso a bajar a su puesto de trabajo.

Una vez en su elemento helado y casi en la penumbra, Eustoquio tomó su libreta de anotaciones y se dirigió a la mesa número tres, en la que yacía el cuerpo de Juvenal, la curiosidad que lo ocupaba. Encendió la lámpara y retiró la sábana blanca que cubría el cuerpo. Después de  verificar los datos con la etiqueta en el pulgar del pie derecho, y como quien se aproxima para preguntarle a su paciente cómo sigue, se acercó por un lado con la mirada aguzada sobre aquellos pómulos sonreídos.

La piel estaba intacta, sin moretones, heridas o cualquier irregularidad visible. “Lo que sea que se haya llevado a este hombre, debió ser interno”, pensó. Echó un ojo a la historia clínica del paciente, el certificado de  defunción y la autorización de la familia para ejecutar el procedimiento. Registró los datos en los libros de autopsia y entrada a la morgue, así como los efectos personales.

 Acercó los instrumentos en la bandeja a la cabeza de la mesa y se dispuso a hacer las incisiones de rutina. Comenzó con la típica “T” en el tórax, que luego de llegar al ombligo y abrirse como un libro, dejó ver los órganos abdominales de Juvenal. Eustoquio, con la tranquilidad que otorgan los años de experiencia, levantó la parrilla costal, pudiendo apreciar el estado del corazón y los pulmones. Eso sí, no dejó de notar el tamaño exagerado de su corazón, cuyo volumen había deformado las costillas medias en una extraña curvatura hacia afuera, así como causado la reducción anómala del pulmón izquierdo respecto del derecho.

Alejándose unos centímetros de la mesa para ver el panorama general con claridad, el tapabocas no dejaba ver los labios gestualizantes del patólogo entretenido.

Después de hacer presión, percutir y levantar algunos de los órganos, se reincorporó, y virando hacia la sonrisa del único miembro de la ausencia, le dijo: “Caramba, Juvenal, a juzgar por el estado externo de tus tripas, no se justifica tu partida, aunque sí tu sonrisa”. Por asuntos de la imaginación, pensó Eustoquio, después de brindar semejante cumplido al muerto, notó que éste sonrió un poquito más. Por supuesto, semejante profesional reputado no podía prestar atención a ese tipo de jugarretas de la mente, basándose en el alegato de que la ciencia y la magia están divorciadas desde sus nacimientos.

Por la hipertrofia del corazón y el tamaño anómalo de los pulmones, Eustoquio pudo haber tenido una inferencia superficial de la causa de la muerte, pero aún así, no se atrevía a anotar nada por el momento. Otro aspecto de este caso en particular era la extraña sonrisa con la que Juvenal se había despedido. Era tan perfecto el gesto, que resultaba imposible que la rigidez y la distensión de algunos nervios y músculos de la cara pudieran haber configurado tan espectacular guiño.

Eustoquio llamó por su teléfono al técnico que lo asistiría para que efectuase la extracción de los fluidos y tejidos pertinentes para completar la formalidad, y así establecer la causa oculta del deceso. La verdad es que la frescura palpable de los órganos, el color vivo que aún los acompañaba no daban pista alguna.

Una vez más se acercó Eustoquio a la cabecera de la mesa para ver el rostro de Juvenal, que parecía reírse un poquito más, y encimándose con su linterna para navegar en las pupilas del rígido acompañante, sintió una exhalación proveniente de los labios del cadáver, que decía “Tranquilo doctor, fue una muerte tranquila: déjelo así”.

Al sentir esa voz profunda, Eustoquio retrocedió torpemente, cayendo sentado en el suelo, del que se levantó como un rayo, y pegado a la pared de la esquina, y con sus ojos desorbitados, no dejaba de observar el cadáver desarmado del buen taxista. Volviendo a parpadear después de unos segundos, e intentando regresar a sus cabales de científico negándolo todo, caminó lentamente de vuelta hacia la mesa. Una sorpresa más le esperaba: Juvenal ya no sonreía.

No hubo testigos. No existió alguien que diera fe de la posible declaración de Eustoquio, renombrado profesional de la patología venezolana, ante comité médico alguno en este planeta.

“El cadáver de tu taxista que sonríe y habla”. Por supuesto, Eustoquio –se decía en el espejo del baño-, “de bolas que saldrás muy bien parado de todo esto”.

“Una pasión más”, pensó el patólogo. Igual que todo lo que ocurre entre sobresaltos, suele cegar la sabiduría ganada y empañar lo que habría de perdurar en el tiempo, como por ejemplo su dilatada carrera, su estatus y su bienestar. No estaba dispuesto a creer en nada distinto a estas alturas, aunque de que vuelen vuelen. El olor del cloroformo que ronda por el sitio y la poca iluminación por falta de presupuesto no ayudaban, y Eustoquio sintió que debía salir del sitio y alejarse del escenario cotidiano, esta vez perturbado por una aparente triquiñuela de su mente endurecida por los años por tanto libro, por tanta conferencia, por tanto confort.

El doctor Rojas, con la mano derecha rascando la barba ya iba para dos horas sentado en su escritorio, cavilando, especulando acerca de su futuro, de la seriedad comprometida con el evento de recién. Empuñaba sus manos bajo su barbilla, miraba hacia la sala, se enderezaba en el espaldar. Después de pensarlo sin cesar, y para salir de aquello lo más ileso posible, se incorporó, tomó la hoja del informe y escribió en el renglón de la causa: “Paciente masculino, 65 años de edad, de profesión taxista. Causa del deceso indeterminada; posible paro respiratorio fulminante a causa de un corazón inmenso”.

sábado, 25 de agosto de 2012

El Retrete Corporativo


Cotidiano y Corporativo

La semana pasada tuve un problema con mi retrete casero. A pesar de ser una tortura su reparación, contaba con la ayuda económica de mi primo el millonario, para quien trabajo, que me dijo que en caso de dificultades que le avisase inmediatamente. El detalle radicaba en que él solicitaría el reembolso por la empresa y necesitaba que el "informe" que yo le pasase estuviera disimulado en términos corporativos.

Después de rascarme la barba por unos segundos, me senté en la PC y relaté mi problema, al fin resuelto, y la traducción que le pasé a mi primo.

El cuento


En casa:

Al fin se rompió el viejo y oxidado yerrito que sostenía el flotante de la poceta, luego de tanto doblarlo para ajustar la altura del agua en el tanque. Ya había comprado el FuidMaster hace unas semanas y lo tenía guardado porái, mientras agarraba determinación.



 Traducción corporativa para el primo:
"La plataforma operativa ya había cubierto las expectativas de rentabilidad de hace unos doce años. Incluso, ya se contaba con el nuevo producto, el cual vendría a solucionar, luego de su instalación, el problema de retraso en la actualización de los equipos. Simplemente el día a día era nuestro argumento para no acometer el cambio."

Estaba ya por cambiarlo, porque el bote de agua constante  gastaba mucha agua, y más en tiempos de racionamiento. Pero algo de flojera y por falta de un empujoncito, hizo que la rotura de la pieza iniciara el cambio del juego completo, por un juego completo, ya ni tan moderno, llamado FluidMaster.

"Ya se había comenzado a estructurar el proyecto de renovación tecnológica, dadas las nuevas condiciones a tomar en cuenta, la obsolescencia de los instrumentos, las regulaciones gubernamentales, etc. Una dosis determinante de negligencia y crisis de operación, al fin, hizo que el proyecto se retomase con mucho vigor, contactando inmediatamente un proveedor que satisficiera la necesidad."

Ayer sábado al fin me decidí a cambiar el juego viejo por el nuevo. Revisé bien que tuviese el papelito de las instrucciones, porque son muchos perolitos los que aparentan venir en esa caja y siempre es un lío si se pierde uno.

"Hace pocos días, se reunió el equipo designado para llevar a cabo la ejecución del proyecto, y el primer paso fue verificar la existencia de una documentación adecuada, así como los componentes modulares de la nueva plataforma para evitar traspiés durante el proceso."

Busqué las cajas de herramientas y las saqué en el baño. Llené un par de tobos con agua para bajar, en caso de que a alguien se antojara de ir al baño cuando la poceta estuviese desarmada.

"Se dispusieron las herramientas previstas, necesarias al equipo de trabajo para comenzar las tareas. Igualmente, se dispusieron los mecanismos de respaldos a utilizar, en caso necesario, durante el proceso."

Le dije a mi familia que me dejara tranquilo durante el fin de semana, que tenía que hacer lo de la poceta, que puede ser rápido, pero que uno nunca sabe.

"Se envió comunicación formal a los usuarios del servicio para considerar una ventana de tiempo de 48 horas, como máximo."

Quité la palanca que baja el agua, el resto del flotante, el tapón de goma, y cuando me disponía a desenroscar los tornillos que unían el tanque a la base me di cuenta de que el segundo tornillo era de metal y estaba oxidado. Eliminé el tornillo de plástico, pero se hacía imposible girar la tuerca, sobre todo porque la cabeza de ese tornillo estaba casi borrada por el agua.

"Se comenzó el proceso con el desensamblaje de los primeros elementos que componen la vieja plataforma. El proceso se ejecutó perfectamente en sus primera fase, pero en el penúltimo paso, se observó la inminencia de frenado en el proyecto: un módulo incompatible se había dañado y hacía imposible su remoción, lo cual detenía el proceso hasta que se solucionase la nueva situación."

Llamé a mi pana y le pregunté si tenía o sabía quién tenía una cizalla, y me respondió que eso era muy difícil, que mejor podía meterle una hoja de segueta, pelo a pelo. Lo intenté, pero había que apretar mucho con un trapo para darle, durante mucho tiempo y no se veía que la cosa fuese palante, a pesar del dolor en el dedo.

"Recurrí a dos asesores de confianza, presumiendo que teníamos figurada la solución. Ambos me sugirieron soluciones distintas a la propuesta por nuestro equipo, acogiendo la prueba con la primera de las propuestas recibidas: luego de varios intentos infructuosos, y observando que los resultados no se correspondían con el costo, desistimos."

Llamé a mi hermano y me dijo que no sabía de la cizalla, pero que podía hacerlo con un esmeril. Ya a esta hora de la tarde y con el malestar estomacal, dejé el trabajo para hoy, yendo a la ferretería en la mañana.

"El equipo decidió intentar con la segunda propuesta recibida, pero dadas algunas condiciones personales adversas, se tomó la decisión de aplazar el próximo paso para los días actuales."

En la mañana, con todo el fastidio, me fui a la ferretería que abre los domingos y busqué el esmeril: 360 bolívares. Viendo el precio y arrugando la cara, me fui a ver el precio de las cizallas: 135 bolívares, y 96 la de menor calidad. Por el uso que le daría a uno o a otro, me fui por la cizalla de menor calidad.

"Esta semana, con el letargo que produce interrumpir el proceso, y todavía dentro de la ventana de interrupción del servicio, el equipo acudió donde el proveedor del reemplazo del elemento problemático, obteniendo, luego de considerar el costo-beneficio, nos decidimos por la opción más económica, totalmente efectiva para los fines."

Muy entusiasmado, llegué a casa imaginando que sería como cortar un hilo y luego, los 20 minutos que debería llevarse cambiar el jueguito ese que me tenía verde.

"Con energías renovadas, acometimos las tareas para remover el módulo. Si solucionábamos el problema coyuntural y se daba paso a la tarea original, el proceso se reanudaría inmediatamente y podríamos continuar con la relativa facilidad que el equipo previó al detallar el proyecto."

Pues, al sacar la cizalla de mis sueños y tratar de meterla entre el tanque y la base, supe con mucho fastidio, que no alcanzaría el tornillo. El sudor corría tanto como ayer y cierta arrechera comenzó a salir. Por no dejar, probé un alicate de presión nuevo que había comprado hoy, y con el viejo, traté de desenroscar el tornillo uno milímetros más para que la cizalla entrase. Pero nada, y yo que creía que me la estaba comiendo.

"Pues, ante nuestra sorpresa, pudimos constatar que la herramienta recién adquirida no tenía el alcance esperado. Para no descartar ajustar algunas condiciones previas para poder utilizar la nueva herramienta correctamente, se reintentaron ajustes a elementos ya descartados, pero persistió la imposibilidad. En definitiva, el deseo de cooperar y la certeza en una nueva herramienta no basta para solucionar el problema."

Por último, pensé que si le quitaba la arandela de goma de la cabeza del tornillo para que bajara un poco y entrara la cizalla para cortar el tornillo de mierda.

"El equipo de trabajo, algo consternado por la nueva situación, se reunión en tormenta de ideas. En medio de la sesión, el más capaz de los analistas indicó que si se removían otros elementos de seguridad ya innecesarias para la plataforma futura, esto daría mayor espacio para utilizar la flamante, pero hasta ahora inútil herramienta."

Después de halar la gomita para un lado y para otro, con dos destornilladores planos y una pinza, la bicha cedió. Restaba verificar que la cizalla entrara en el sitio después de quitar la goma, entró.

"Comenzó el procedimiento de remoción de la seguridad mencionada, usando la síntesis y el análisis para extraer lo necesario. Después de dos o tres intervenciones, vimos removido el exceso mencionado. Después de una verificación simple, y luego de aplicar la nueva herramienta, se vislumbró la posibilidad de solución."

Aunque no entró hasta donde fuese más fácil, si se podía sentir que el tornillo estaba entre las pinzas. Hice un esfuerzo importante, y luego de fruncir la cara como hace mucho tiempo no, se escuchó el crujido del tornillo que saltó en sus dos pedazos.

"Aunque algunos aspectos previstos en la última sesión de trabajo no fueron cubiertos para la totalidad de la explotación de la herramienta, el resultado fue el esperado."

Quité el resto de las piezas, busqué la caja con el nuevo juego y después de leer el manualito, comencé a armar. Sólo fueron 10 minutos los que el resto del armado necesitó.

"Se acondicionó el sistema para colocar la nueva plataforma y se revisó de nuevo la documentación de ensamblaje, por si algún detalle había de considerarse. El programa o script de instalación corrió a la perfección, y en sólo unos minutos el producto fue instalado."

Con mucho cuidado y colocando teflón en las roscas, no utilizando mucha fuerza para apretar las tuercas, abrí la llave de paso de la poceta. Bajé dos veces y todo bien. Ajusté la altura del agua, y cuando limpiaba el reguero de agua pasada, me di cuenta de que en dos sitios derramaba: en la llave de paso (con una canilla recién puesta) y en uno de los tornillos de la base. Apreté los dos puntos y todo resultó como debía: nada botándose, nada goteando.

"Se levantó el servicio, en inmediatamente después de detectar y ajustar algunos puntos desalineados, nuestra nueva plataforma comenzó a andar perfectamente."

De verdad, espero que el primo entienda mi situación y me dé la plata para poder continuar este mes sin problemas.