En medio de tanto trajín, de tanta corredera; en medio de los compromisos, voluntarios e involuntarios y el cansancio resultante; imbuido en este torbellino de cosas indeseadas por hacer, de insatisfacciones consecutivas y la odiosa pensadera… fíjate que se me olvidó respirar. En medio de cualquier trámite en internet, de la compra del pan y el jugo o de la cocción del arroz, un mareo pronunciado seguido de una tranca de la traquea, la apnea se hacía constante y con el uso de la voluntad para tan obvio menester, tenía que respirar adrede. Qué locura, ¿no? Al parecer, el sistema nervioso se echó las bolas al hombro y me dejó la vital tarea de respirar a mí solito, sin ayuda, sin aviso ni protesto. Solo respiraba involuntariamente cuando estaba dormido, pero no es una afirmación absoluta. En ocasiones, me despertaba en medio de una pesadilla sobrevenida de la asfixia. Ya hace algún tiempo de esta nueva modalidad, en la que debo revisar si estoy respirando o no y actuar. El hecho es que de alguna manera me he acostumbrado y hasta he notado que mis funciones se reactivan y se mantienen mejor mientras respiro a conciencia. Con el paso de los días, hasta he sentido que se ha hecho un hábito muy sano estar pendiente de los niveles de mi respiración y, como grata y confortable sorpresa, por estar en tal alerta vital, mis preocupaciones superficiales parecen haber tomado sus maletas e ido para el mismísimo carajo. Hoy he terminado de evaluar el beneficio. Ya vengo, voy al balcón a respirar aire fresco, mientras miro los alrededores.
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