Era pura paja eso de mi
tan cacareado autocontrol. Era una mentira urdida durante años y que se
susurraba cada vez que una adorable mujer se acercaba a buscar pleito carnal. Yo
ya despreciaba eso dejarme llevar como un pez anzolado por cualquier chica que
apareciese durante mi adolescencia. Ya resultaba suficiente con los enredos y
dolores de cabeza y corazón en los que me metí de joven como para seguir así
toda la vida. Lectura, reflexión y preparación efectivas. Todo estaba bien, bien acorazado, bien garantizado.
Pero tú no estabas prevista. Entraste con todo ese
maquillaje, esa faldita y ese escote con el cuerpo de baile de esa noche… y qué
cuerpo era. Tus gestos para la coreografía iban tumbando mis defensas como si
fuesen dientes flojos. La fugacidad de tu mirada rasante sobre mí bastó para
abrir mis labios y quedar como el pendejo oculto que traía en la maleta.
No era esto lo que quería, pero qué coño. No supuse que el
escenario de mis días de paz y tranquilidad se descalabraría de esta manera. Me
supe embustero, falso. Me sorprendí
hablando paja de mundos interiores que bastaban para el resto de la vida. Ahí estaba
yo, como juez severo, y a la vez, y como el tonto de la noche, sin poder
quitarte los ojos de encima, sin poder articular plan de acción.
Mis años de avance se borraron y ahora me fijaba en una
mujer de quien no conocía nada y que nada bueno me podría traer, dada la manera
como se movía y besuqueaba a los del público. Terrible despertar en la noche,
entre música de pinga, entre mis panas del alma.
Salí corriendo del sitio y aquí estoy, temblando, días
después, tratando de armar algo de lo que había antes, algo con sentido
llevadero, urgentemente, antes de encontrarte de nuevo en la calle y ofrecerte
mis tesoros más escondidos.