sábado, 25 de septiembre de 2021

Deslave fecal

En estos días, después de visitar a mi gente, y aprovechando que no vivimos a tanta distancia, decidí regresar caminando a casa. “Solo son 50 minutos”… “Hace falta ejercicio”… Pues, arranqué a caminar. A solo 10 minutos de comenzar el viaje, sentí ese rebulú en la panza que no sentía hacía muchísimos años. Mientras caminaba, y cumpliendo con esta repentina empresa que me entusiasmaba en cierto grado, comenzaron esos sudores fríos que anuncian la calamidad. Inmediatamente, decidí tomar el control del asunto y no dejar que mi mente y mi cuerpo se confabulasen y me fuesen a dejar en la vergüenza pública. A mi edad adulta —adulta de verdad—, y al sentir ese último viento caliente que gritaba que no había margen para el error, puse en práctica un método que ya me había funcionado en ocasiones similares, aunque menos amenazantes: la sicología inversa. Dado que normalmente, al prever el drama inminente, la gente normalmente se esfuerza por evitar pensamientos que tengan que ver con la desgracia, yo comencé a pensar en lo contrario, en el hecho mismo del deslave café, en la negativa tradicional en taguaras sin agua, en fin, en cagarme en las aceras. Por muy sorprendente que parezca, mientras venían a mi mente esas situaciones extremas de abandono, los retorcijones bajaban su intensidad hasta el punto de permitirme seguir recortando camino hacia mi sitio. El gorgoreo estaba allí, entre suave y latente, mientras evitaba pensar en llegar a mi hogar porque, como sabrán, contar el tiempo y los metros que faltan por alcanzar el destino solo empeora las cosas. Ya a mitad de camino, la urgencia parecía haber amainado y pude confirmar que era posible lograr el cometido, incluso sin estoicismo alguno. Cada vez que el cólico se asomaba, era bombardeado por imágenes impactantes de agachados, ropas interiores malogradas, sensaciones lubricadas al caminar con disimulo, por mencionar algunas. A un par de cientos de metros de la casa, había logrado lo que podría llamar el Nirvana del Asterisco, durante el cual se vive un replanteo entre el drama de la mente y las necesidades reales del cuerpo. Fue tan así, que dio margen para comprar algo en el quiosco con toda naturalidad y resguardarme, al fin, bajo techo. Eso sí, la naturaleza, en su sabiduría debió darse cuenta de la manipulación, y en los últimos cinco metros se revirtió completamente el efecto logrado, produciéndose la tradicional carrera desesperada hasta la loza, sin hablarle a nadie, como cualquier mente inferior promedio.