Pasó lo que te pasó y quedaste en ese estado
cercano a la indiferencia para con quienes te aman, con lo que te rodea. Hoy me
toca a mí estar a tu lado para cuidarte y atenderte por si lo necesitas. Siempre
te veo con la mirada perdida la mayor parte del día. Te levantas de tu cama y cumpliendo
con tu rutina intacta previa al accidente, te aseas, te vistes y comes. Ya no
conversas, sin embargo contestas con gestos breves o balbuceos a lo que se te plantea.
A veces
pareces no escuchar y llega a ser desesperante no saber qué quieres, qué
necesitas, qué te gustaría. En un momento dado te asomas un rato por la ventana
y miras lentamente de un lado a otro con cierta atención, con aparente interés.
Después de alguna merienda, sales al patio y saltas la vista entre los
arbustos, el árbol grande, el cielo y las montañas a lo lejos. A veces te
quedas dormido en tu silla de siempre, esa que usabas en las reuniones con tus
amigos, cuando podías compartir con los demás lo que llevabas por dentro.
Pero ahora
estás así, incomprensiblemente quieto, fomentando la desesperación entre nosotros,
poniéndonos a adivinar cuál será tu próximo movimiento, tu próxima necesidad a
cubrir, incluso, tu próxima necedad.
Pero algo
me resulta curioso. Hace poco vi un asomo de sonrisa en tu cara y me puse a
reflexionar sobre tu estado. Pensándolo bien, no ofreces ninguna señal de
sufrimiento, de incomodidad, de contrariedad. Aunque eres una presencia de diagnóstico
inexorable que se desliza lentamente por los confines de la casa, no haces
sonar alarmas reales de dificultad en ningún sentido. Recientemente he
comenzado a mirarnos y a mirarte, y veo que quienes están realmente compungidos
con esta situación, somos los llamados sanos, los que normalmente dominan las
situaciones; y en esa onda, no pude dejar de saber que quienes tenemos el drama
somos nosotros, no tú; que quienes sufrimos por una supuesta pérdida somos
nosotros, no tú.
Al parecer,
se nos hace imposible sentir que ahora estás bien, que disfrutas en silencio de
situaciones que nosotros no comprendemos, pero que sí existen; que tu piel y
tus ojos cuentan que estás incluso mejor de lo que estabas cuando estabas “bien”,
pero que aquí elegimos la tragedia como medio para lidiar con esto, y que si
uno se pone a ver, son circunstancias naturales de la vida de una persona y su
familia cuando sobreviene un acontecimiento importante.
Al día de
hoy, ya gané la seguridad de que a quienes hay que examinarle la cabeza es a
los deudos, quienes, a falta de conciencia, prefirieron la sorpresa fingida, la
lloradera y el desaliento como nuevo modo de vida; eso, hasta que el viejo los
libere con su ausencia definitiva. Vaya manera de solucionar…