viernes, 28 de febrero de 2020

Indiferencia aparente



Pasó lo que te pasó y quedaste en ese estado cercano a la indiferencia para con quienes te aman, con lo que te rodea. Hoy me toca a mí estar a tu lado para cuidarte y atenderte por si lo necesitas. Siempre te veo con la mirada perdida la mayor parte del día. Te levantas de tu cama y cumpliendo con tu rutina intacta previa al accidente, te aseas, te vistes y comes. Ya no conversas, sin embargo contestas con gestos breves o balbuceos a lo que se te plantea.

A veces pareces no escuchar y llega a ser desesperante no saber qué quieres, qué necesitas, qué te gustaría. En un momento dado te asomas un rato por la ventana y miras lentamente de un lado a otro con cierta atención, con aparente interés. Después de alguna merienda, sales al patio y saltas la vista entre los arbustos, el árbol grande, el cielo y las montañas a lo lejos. A veces te quedas dormido en tu silla de siempre, esa que usabas en las reuniones con tus amigos, cuando podías compartir con los demás lo que llevabas por dentro.

Pero ahora estás así, incomprensiblemente quieto, fomentando la desesperación entre nosotros, poniéndonos a adivinar cuál será tu próximo movimiento, tu próxima necesidad a cubrir, incluso, tu próxima necedad.

Pero algo me resulta curioso. Hace poco vi un asomo de sonrisa en tu cara y me puse a reflexionar sobre tu estado. Pensándolo bien, no ofreces ninguna señal de sufrimiento, de incomodidad, de contrariedad. Aunque eres una presencia de diagnóstico inexorable que se desliza lentamente por los confines de la casa, no haces sonar alarmas reales de dificultad en ningún sentido. Recientemente he comenzado a mirarnos y a mirarte, y veo que quienes están realmente compungidos con esta situación, somos los llamados sanos, los que normalmente dominan las situaciones; y en esa onda, no pude dejar de saber que quienes tenemos el drama somos nosotros, no tú; que quienes sufrimos por una supuesta pérdida somos nosotros, no tú.

Al parecer, se nos hace imposible sentir que ahora estás bien, que disfrutas en silencio de situaciones que nosotros no comprendemos, pero que sí existen; que tu piel y tus ojos cuentan que estás incluso mejor de lo que estabas cuando estabas “bien”, pero que aquí elegimos la tragedia como medio para lidiar con esto, y que si uno se pone a ver, son circunstancias naturales de la vida de una persona y su familia cuando sobreviene un acontecimiento importante.

Al día de hoy, ya gané la seguridad de que a quienes hay que examinarle la cabeza es a los deudos, quienes, a falta de conciencia, prefirieron la sorpresa fingida, la lloradera y el desaliento como nuevo modo de vida; eso, hasta que el viejo los libere con su ausencia definitiva. Vaya manera de solucionar…

miércoles, 29 de enero de 2020

Angelitos en el banquillo

Ignacio se desarrolló bajo un ambiente adecuado de solidaridad, de empatía, de justicia. Nuestro muchacho, que ahora es un hombre, trajo en su espíritu la carga de bondad necesaria para acomodar esto y, sobre sus hombros, la responsabilidad autoinfligida de hacerlo… y de hacerlo bien. Con toda su caja de herramientas intelectuales, su buena salud física y su ética intachable, nuestro futuro héroe llegó al sitio donde quería llegar para compartir su poder y ejercer su magnanimidad en favor de quienes necesitamos que esto llegue a buen puerto después de tanta tormenta. Pero comencé a ver detalles chocantes en su quehacer ocasional que me alarmaron. No podía creer que nuestro Ignacio estuviese tocando teclas que nunca previó tocar, halando hilos que jamás concibió halar. Para quienes estaban más lejos que yo de mi muchacho, todo marchaba a las mil maravillas, “con problemas, como todo”, mientras la campaña en favor de la gestión de Ignacio arrasaba en la opinión de quienes, incluso, una vez lo cuestionaron. Veía en su sonrisa al público un dejo de amargura, y cuando a veces volteaba a verme, confesaba con su mirada los esguinces ocultos. Una vez lo confronté sobre sus pecados del presente, y con una lágrima que desaparecería pronto en su mano cerrada, me aseguró que no había manera de llegar a hacer lo que una vez se propuso sin desviar algunos cauces, sin violentar algunas maneras, y que “así iba a seguir siendo, porque esto no va a fallar por detalles desechables, carajo”. Yo no sé si eso era verdad; no sé si él creía en lo que me dijo, pero fue una gran desilusión saber que quien una vez despegó del suelo con tal impulso, ahora era alguien embarrado de la misma porquería que adornaba a quienes lo precedieron, de quienes lo motivaron, con sus delitos, a subir a tan anhelado escenario siempre propicio para lo justo. Ya no voy a verlo. Ya no lo llamo. Tal vez no estoy en nada, no estoy a la altura de estas lides del poder. Tal vez soy un pobre iluso buscando ángeles en las mismas calles llenas del estiércol de siempre, regidas por tradiciones, leyes y modos empatucados de mierda.