Los años pasaron en medio de bajadas y subidas, de
arrancadas y frenadas… y ni hablar de la contemplación enriquecedora. Entre riesgos
no calculados, deudas crónicas, y de estados de ganancias y pérdidas de dinero,
de momentos, de seres queridos y por querer.
Era un paquete muy grande para aprender a manejarlo todo a la vez. Ha sido inevitable ocuparse de una parcela de nuestra existencia, de tenerla verde y frondosa, mientras la otra se incendia o se convierte en desierto irrecuperable.
La pérdida física, conscientemente o no, se convierte en la espina definitiva que arrastraremos hasta que quien se vaya sea uno mismo, dejando el ingrato testigo a quien nos quiso y no entendió el momento de cierre, el final lógico, bien conocido y tan estúpidamente ignorado mientras se pudo.
Pero algo pasó. Algún cataclismo divino -si se quiere decir- modificó la forma de despedida. Un mensajero distinto de los que se habían previsto vino a traer la noticia. Se escribió en piedra y así será en adelante: La despedida de este mundo será distinta.
Se explicó, desde el improvisado podio que se trataba de un
milagro de último momento, que, en tiempos enrarecidos por las presuntas deudas
sin pagar, vendría a poner algo de orden y tranquilidad a los espíritus de
tormento perenne y silencioso que comenzaban cada uno de sus días con déficit
de bienestar, con lágrimas malogradas.
Según dijo el mensajero, acomodándose los lentes de anciano, las muertes serían anunciadas con antelación. Se prescindiría de accidentes genéticos, de tránsito; de enfermedades “penosas” o pavosas y, en general, de cualquier episodio que cortase la existencia plena de facultades, con el fin de “dejar todo arreglado”, como se dice por ahí. Se entendía, según se desprendía del anuncio, que habría varios meses de anticipación, a partir de la señal dada, para que el proceso de despedida tuviese lugar de la mejor manera.
Cerrar ciclos. Ese era todo el cuento. Se acabarían todos los lamentos de los deudos, que rezaban “No hubo tiempo para decir lo que sentía”; si había alguna enemistad, habría ocasión para encaminarla al reencuentro. Sería, pues, como un examen de reparación, en el que se podría hacer el esfuerzo que no se hizo en el tiempos pasados, con el fin de, al menos, arrancar de estas tierras con una sonrisa de decencia, de dignidad, de sosiego, dando tiempo a que alguien amado tuviese la oportunidad de tomar nuestra mano cuando los latidos nos abandonen para siempre.
Respecto de la cuestión logística, “para finalizar” -concluía
el enviado-, el deceso debía ocurrir en la habitación de residencia del
llevado, en una silla, sillón o en la cama (viendo el Ávila, el Lago o el páramo o la llanura serían prerrogativas válidas). Se consideraría todo un
logro si el último rictus fuese una sonrisa. Inmediatamente, el cuerpo físico
desaparecería y quedaría un brillo en el cuarto, una estela de su olor
particular en el sitio en el que amaneció durante tantos años, convirtiéndose el
espacio en una morada de recuerdos, reflexión y comunicación ocasional con
quien aprovechó el novedoso decreto.
Por último, se convertiría, al pasar de las décadas, los
viejos cementerios en jardines de esparcimiento para los niños de la época,
quienes tendrían más adelante la tarea de hacer una vida feliz y desenvuelta, de
procesos fluidos y satisfactorios, dejando los viejos camposantos sólo como un
triste recuerdo de quienes ya se nos habían ido y nos dejaron con la pesada espina,
con el resentimiento, “con tantas cosas por decir”…