Con la mano en el hombro de su
jefe cabizbajo por los problemas financieros de la empresa, Hans intentaba
inyectar nuevos bríos al dueño de aquel imperio de los tempranos años del siglo
veinte.
-Mira,
Karl, no te estés preocupando por ese bajón que experimentamos este trimestre.
No creo que signifique que vamos al sótano, ni nada parecido. La gente confía
en nuestros productos; sólo hay que mantenerlos interesados, pendientes.
Eran
varios años los que habían estado estos dos hombres, hombro con hombro, uno dirigiendo
aquel aparato genial de hacer dinero, y el otro como medio de apoyo en las
decisiones, en las ideas tácticas que harían de las ocurrencias del jefe, un exitoso
garrotazo al mercado.
-Hans,
es algo impactante, no puedo salir del susto que me causa ver que los zapatos
no se vendan en la magnitud que se venía proyectando. Entiende, algo pasa y no
tenemos idea de lo que es –asentó vehemente el amable empresario-. La
competencia está remontando y dicen por ahí que en algunos sitios sus ventas se
burlan de las nuestras. Prefiero no saber –dijo sacudiendo la cabeza y mirando
por la ventana.
En
ese momento, el presidente, cargando con sus temores sordos, se levantó del
sillón y desaparecieron detrás del golpe de puerta que dejó a Hans sólo,
acomodándose en la poltrona preferida, frotándose los dedos, como tratando de sacar
una solución urgente de sus manos inquietas, pero nada.
Amaneció
Hans sobresaltado ese otro día del mes: se le había ocurrido una idea, algo que
podría ayudar a aumentar las ventas de la empresa en algún grado, al menos en
alguna minucia que aportara bienestar al ánimo de Karl, aquel hombre que se
lanzó una aventura con el riesgo de quedar en la ruina, en el mayor de los ridículos
ante sus detractores de siempre.
Entreabriendo
la pesada puerta de madera finamente tallada, y sin mirar hacia adentro,
preguntó con el respeto de siempre:
-¿Se
puede entrar?
-Sí,
Hans –respondió Karl, con voz amable, pero ausente.
Hans,
con la emoción de la nueva idea, se sentó al borde de la poltrona, y afincando
la mirada brillante en los ojos de quien lo miraba con las cejas ligeramente levantadas,
elevó sus manos para dibujar en el aire:
-Karl,
se me ocurrió algo que puede ayudarnos. Escucha.
Karl,
quien reposaba en su sillón, inclinado y mirando algunas notas trasnochadas, se
recostó en el espaldar y extendió su silencio para dejar hablar a su asistente.
-Fíjate:
anoche, mientras estaba descansando del día de trabajo, después de la cena,
estuve pensando en alguna manera de sacar adelante la empresa y se me dibujó
clarito, lo siguiente.
Hans
se recostó en la poltrona y miró hacia el techo con los brazos extendidos, como
abriendo el telón de una nueva historia.
-Karl,
vamos a imprimir nuestro símbolo en las ropas de la gente, como si les
perteneciera de otra manera. Imagina nuestro querido garabato en las chaquetas,
las camisas y hasta en los pantalones que usarán los ciudadanos mientras
muestran sus prendas en las calles, cuando vayan de paseo, en sus reuniones de
trabajo, de familia.
La
madurez del empresario no atinaba a enganchar aún con las frases de novedad
alborotada que se le presentaban en este momento. Miraba a Hans, volteaba al
ventanal, golpeaba su carpeta con los dedos. Guiñando en desaprobación, Karl se
acarició la barbilla con la mano y planteó con incisión:
-Sí,
Hans, pero ¿cómo es eso de llevarlo por las calles? ¿Por qué nuestra sociedad,
con su manera de ser, de actuar, en la que el nacionalismo y la familia son su
primera prioridad querría vestir un símbolo que ni es familiar, ni es nacional,
sino el dibujo que se nos ocurrió a ti y a mí para ganar dinero y fama?
-Coño,
Karl, los tiempos han de cambiar. Yo pienso que esto de las empresas
familiares, de valores definitivos, de esclavitud a las virtudes humanas se
agotará en tiempos de tecnología y dejará muy pronto de rendir la rentabilidad
que nos hemos planteado en la Empresa; y hay que tomar un rumbo innovador,
distinto, efectivo, que nos saque de esta depresión –afirmaba Hans con la
convicción que iba ganando a medida que elaboraba-… ¿o prefieres ir a la
quiebra?
Karl,
algo impactado, pero todavía sin hacerse a la idea, no dejaba de gestualizar
con los labios, mientras escurría su mirada por entre las paredes.
-No
lo sé, amigo mío –decía con cierto escepticismo, mientras evitaba la mirada de
su asistente-. Siento que corremos el riesgo de quedar en ridículo, como faltos
de respeto, y no voy a permitir que eso ocurra después de tantos años de
esfuerzo, después de haber ganado la imagen de tradición y respeto que ahora ostentamos.
Pero
Hans no se daba por vencido. Su idea le parecía buena y haría lo posible para
que ésta calase en la cabeza de su testarudo jefe antes de perder las propias fuerzas.
Como si su mano abierta halase a la razón, Hans golpeó el escritorio con la
emoción creciente que venía en aumento:
-¡Karl!
¡No seas pesimista! –exclamó Hans ante la cara sorprendida de su mentor de
tantos años-. No hay duda de que el ser humano, ante la crisis de
identificación, de desarraigo a sus raíces, proyectará sus preferencias hacia
lo más general, lo que más se guste en público, lo que conforme mayores grupos
de preferencia; lo que más le apruebe a él y a su círculo familiar ante grupos
de interés: está de anteojito. Mientras más te hablo de esto, más me convenzo
de que así somos, y que en pocos años habrá miles, millones de personas
vistiendo nuestro nombre, inflándose de orgullo, diciendo que pertenecen a ese
grupo que reconoce lo bueno, lo mejor.
Karl,
con mucha duda en sus ojos, no terminaba de acoger lo que le decía Hans. Sin embargo,
después de rascar su cabeza en un gesto de aceptación, se recostó de nuevo en
el espaldar y acotó:
-Mira,
Hans, la verdad es que no me enamora mucho tu idea, pero veo tanta seguridad de
tu parte, y no teniendo más opciones de la mía, le doy el visto bueno a tu
planteamiento.
En
un gesto casi de derrota, el presidente, atrapado por su misma falta de visión
del futuro, se inclinó hacia su interlocutor, y apuntándolo con su mano, susurró: