jueves, 6 de septiembre de 2012

Valla, valla...


Con la mano en el hombro de su jefe cabizbajo por los problemas financieros de la empresa, Hans intentaba inyectar nuevos bríos al dueño de aquel imperio de los tempranos años del siglo veinte.

-Mira, Karl, no te estés preocupando por ese bajón que experimentamos este trimestre. No creo que signifique que vamos al sótano, ni nada parecido. La gente confía en nuestros productos; sólo hay que mantenerlos interesados, pendientes.

Eran varios años los que habían estado estos dos hombres, hombro con hombro, uno dirigiendo aquel aparato genial de hacer dinero, y el otro como medio de apoyo en las decisiones, en las ideas tácticas que harían de las ocurrencias del jefe, un exitoso garrotazo al mercado.

-Hans, es algo impactante, no puedo salir del susto que me causa ver que los zapatos no se vendan en la magnitud que se venía proyectando. Entiende, algo pasa y no tenemos idea de lo que es –asentó vehemente el amable empresario-. La competencia está remontando y dicen por ahí que en algunos sitios sus ventas se burlan de las nuestras. Prefiero no saber –dijo sacudiendo la cabeza y mirando por la ventana.

En ese momento, el presidente, cargando con sus temores sordos, se levantó del sillón y desaparecieron detrás del golpe de puerta que dejó a Hans sólo, acomodándose en la poltrona preferida, frotándose los dedos, como tratando de sacar una solución urgente de sus manos inquietas, pero nada.

Amaneció Hans sobresaltado ese otro día del mes: se le había ocurrido una idea, algo que podría ayudar a aumentar las ventas de la empresa en algún grado, al menos en alguna minucia que aportara bienestar al ánimo de Karl, aquel hombre que se lanzó una aventura con el riesgo de quedar en la ruina, en el mayor de los ridículos ante sus detractores de siempre.

Entreabriendo la pesada puerta de madera finamente tallada, y sin mirar hacia adentro, preguntó con el respeto de siempre:

-¿Se puede entrar?
-Sí, Hans –respondió Karl, con voz amable, pero ausente.

Hans, con la emoción de la nueva idea, se sentó al borde de la poltrona, y afincando la mirada brillante en los ojos de quien lo miraba con las cejas ligeramente levantadas, elevó sus manos para dibujar en el aire:

-Karl, se me ocurrió algo que puede ayudarnos. Escucha.

Karl, quien reposaba en su sillón, inclinado y mirando algunas notas trasnochadas, se recostó en el espaldar y extendió su silencio para dejar hablar  a su asistente.
-Fíjate: anoche, mientras estaba descansando del día de trabajo, después de la cena, estuve pensando en alguna manera de sacar adelante la empresa y se me dibujó clarito, lo siguiente.

Hans se recostó en la poltrona y miró hacia el techo con los brazos extendidos, como abriendo el telón de una nueva historia.

­-Karl, vamos a imprimir nuestro símbolo en las ropas de la gente, como si les perteneciera de otra manera. Imagina nuestro querido garabato en las chaquetas, las camisas y hasta en los pantalones que usarán los ciudadanos mientras muestran sus prendas en las calles, cuando vayan de paseo, en sus reuniones de trabajo, de familia.

La madurez del empresario no atinaba a enganchar aún con las frases de novedad alborotada que se le presentaban en este momento. Miraba a Hans, volteaba al ventanal, golpeaba su carpeta con los dedos. Guiñando en desaprobación, Karl se acarició la barbilla con la mano y planteó con incisión:

-Sí, Hans, pero ¿cómo es eso de llevarlo por las calles? ¿Por qué nuestra sociedad, con su manera de ser, de actuar, en la que el nacionalismo y la familia son su primera prioridad querría vestir un símbolo que ni es familiar, ni es nacional, sino el dibujo que se nos ocurrió a ti y a mí para ganar dinero y fama?

-Coño, Karl, los tiempos han de cambiar. Yo pienso que esto de las empresas familiares, de valores definitivos, de esclavitud a las virtudes humanas se agotará en tiempos de tecnología y dejará muy pronto de rendir la rentabilidad que nos hemos planteado en la Empresa; y hay que tomar un rumbo innovador, distinto, efectivo, que nos saque de esta depresión –afirmaba Hans con la convicción que iba ganando a medida que elaboraba-… ¿o prefieres ir a la quiebra?

Karl, algo impactado, pero todavía sin hacerse a la idea, no dejaba de gestualizar con los labios, mientras escurría su mirada por entre las paredes.

-No lo sé, amigo mío –decía con cierto escepticismo, mientras evitaba la mirada de su asistente-. Siento que corremos el riesgo de quedar en ridículo, como faltos de respeto, y no voy a permitir que eso ocurra después de tantos años de esfuerzo, después de haber ganado la imagen de tradición y respeto que ahora ostentamos.

Pero Hans no se daba por vencido. Su idea le parecía buena y haría lo posible para que ésta calase en la cabeza de su testarudo jefe antes de perder las propias fuerzas. Como si su mano abierta halase a la razón, Hans golpeó el escritorio con la emoción creciente que venía en aumento:

-¡Karl! ¡No seas pesimista! –exclamó Hans ante la cara sorprendida de su mentor de tantos años-. No hay duda de que el ser humano, ante la crisis de identificación, de desarraigo a sus raíces, proyectará sus preferencias hacia lo más general, lo que más se guste en público, lo que conforme mayores grupos de preferencia; lo que más le apruebe a él y a su círculo familiar ante grupos de interés: está de anteojito. Mientras más te hablo de esto, más me convenzo de que así somos, y que en pocos años habrá miles, millones de personas vistiendo nuestro nombre, inflándose de orgullo, diciendo que pertenecen a ese grupo que reconoce lo bueno, lo mejor.

Karl, con mucha duda en sus ojos, no terminaba de acoger lo que le decía Hans. Sin embargo, después de rascar su cabeza en un gesto de aceptación, se recostó de nuevo en el espaldar y acotó:

-Mira, Hans, la verdad es que no me enamora mucho tu idea, pero veo tanta seguridad de tu parte, y no teniendo más opciones de la mía, le doy el visto bueno a tu planteamiento.

En un gesto casi de derrota, el presidente, atrapado por su misma falta de visión del futuro, se inclinó hacia su interlocutor, y apuntándolo con su mano, susurró:

-Haz lo que consideres necesario para sacarnos de la crisis. Instrumenta tu loca idea, aunque no creo que resulte: Nuestra gente tiene la suficiente estima como para andar por esas calles, en grupos entusiasmados, como si fuese cada uno de ellos un anuncio de propaganda comercial del que, ni siquiera, obtendrán beneficio alguno... ¿No te parece estúpido?

sábado, 1 de septiembre de 2012

Carta a Ramón, mi ejecutivo favorito



Buenos días, Ramón. Mucho gusto, de verdad... no sabes cuánto.

Ramón, la verdad es que necesitaba escribirte porque he estado viendo cosas bastante extrañas en tu comportamiento. Yo sé, por supuesto, que tú sabes cuál es cada una de ellas, pero me interesaban más las que tienen que ver con la gente que te rodea. He notado, desde mi nube gris, Ramón, que estás haciendo presiones más allá de lo permitido. Y déjame decirte: a mí también me gusta asomarle el sustico de vez en cuando a unos cuantos; y fíjate que ha dado buen resultado: No lo vuelven a hacer más.

Yo entiendo que ese bicho que tenemos en la cabeza y que nos empuja a imponernos, a obligar al resto a admitir que somos superiores, nos produce tal placer, tal logro, que quiero practicarlo contigo. Es de todos los libros y cuentos sabido que existen algunos complejos, algunas soledades, algunas faltas de correspondencia que coño, vale, nos hacen actuar de una manera, por decirlo elegante, excéntrica. También se podría inferir, Ramón, que tu conducta de presión indebida es consecuencia de maltratos recibidos -y causa de otros por recibir, Ramón-. Pero eso es otro tema.

Es interesante, sin embargo, el tipo de presión que usas tú, que como niño acomodado tiene para con el resto. Imagino que no duermes pensando qué harás mañana, cómo lo harás; de cómo imaginas el efecto de lo que harás en tu derredor. Pero como lo habrás vivido, Ramón, no todo sale como quieres. Hay cosas que se te escapan porque no eres bueno en lo que haces, y estás lejos de serlo; siempre dejas huecos observables, que te dejan en evidencia. Deberías avergonzarte de las lágrimas ajenas, Ramón, de los malestares ajenos, sobre todo si son causados por ti... Ramón.

Sólo quería dejarte el mensaje de que ambos compartimos ese gusto por el poder, pero en mi caso no es tan elegante y pueden surgir algunas cosas que se salgan de control, así como se te han salido a ti. Por eso, Ramón, te prevengo. Quiero ser tu mejor mentor en estos momentos en eso de ser superior a los demás, y decirte que si no lo vas a hacer bien, mejor no lo hagas: quedas mucho en ridículo y hasta podrías ser blanco de chistes, quedando el sumo funcionario como el hazmerreír de sus súbditos malogrados.

Te dejo por un rato, Ramón. Te seguiré observando, pero esta vez si te estaré notificando mis observaciones, y ¿quién quita?, nos podamos conocer pronto para conversar con todo el placer que la ocasión amerita.

Saludos, Ramón.

Alguien que, por razones obvias, no te puede admirar.